Somos cosmos

Somos cosmos

«Ajardinar la sociedad tiene que ver con propiciar condiciones de
reconocimiento a la diversidad como un valor que aporta sinergia y
nutrientes al crecimiento colectivo.» Imagen de Mircea Iancu en Pixabay

Una cosmovisión es una visión del cosmos, del universo. No hay una sola cosmovisión, sino tantas como colectivos humanos que comparten una manera de estar en el mundo. Incluso tantas como personas, porque cada uno vamos viviendo y encarnando la visión del cosmos de manera singular.

De todas formas, quería introducir algún matiz en este concepto. En el siglo XXI, visión del mundo es un término que podemos revitalizar, en primer lugar, eliminando la supremacía que se da, sobre todo en nuestro tiempo, al sentido de la vista. Más que una visión, podríamos hablar de una percepción que englobe todos los sentidos, físicos y espirituales. Cómo percibimos el cosmos en nuestra totalidad: cómo lo olemos, cómo lo catamos, cómo lo tocamos, cómo lo escuchamos, cómo lo contemplamos. Y también, cómo lo sentimos, cómo lo pensamos, cómo lo sufrimos, cómo lo queremos… Y, yendo más allá, debemos ser conscientes no sólo de cómo percibimos el cosmos, cómo nos afecta, sino cómo afectamos al cosmos. Cuando hablamos de visión, el sentido de la vista requiere una cierta distancia para poder enfocar lo mirado. Esta distancia separa lo que se ve y lo que se mira. Si, en cambio, incorporamos este cosmos, podemos percibir que somos este cosmos. Se establece una relación de familiaridad, interdependencia y corresponsabilidad.

Incorporar el cosmos, sentir cosmos, elimina el sentido de la vista de su pedestal y lo integra con el resto de canales que perciben la realidad. Este matiz que propongo es sólo para intentar ampliar el concepto, no para descartarlo.

Somos casa vulnerable

Durante la segunda mitad del siglo XX, el teólogo y humanista Alfredo Rubio de Castarlenas (Barcelona, 1919-1996), fue acuñando y difundiendo una manera de estar en la vida que llamó Realismo Existencial. Esto se basa en la aceptación alegre de la realidad: ser conscientes de que formamos parte de este cosmos, tal como es, y que las condiciones que nos han otorgado la existencia han hecho posible que seamos como somos.

«La primera casa de todo ser humano es otro ser humano, una mujer que, como primera casa, desarrolla unas experiencias –dada su condición biológica– que iluminan el ejercicio y las actitudes propias del arte de la caseidad.» Imagen de StockSnap en Pixabay

La posibilidad de existencia de cada ser vivo es única, lo que nos hace irrepetibles. Desde una piedra, hasta un ser humano o un asteroide. Ser conscientes de esta singularidad nos hace valorar su dignidad y su relación insustituible en el conjunto. Es decir, yo, como todo ser, soy digno de existir y soy insustituible en mis relaciones con lo que me rodea.

El Realismo Existencial pone especial énfasis en los límites de lo que existe. Determinadas condiciones han generado la existencia de un ser, pero esta existencia no es eterna ni omnipotente. La vida tiene la muerte inscrita desde su inicio y, también, determinadas capacidades o poderes limitados. Esto provoca fragilidad e interdependencia. Hay una sinergia implícita al coexistir de todos los seres. La vida es posible en el planeta y en el cosmos porque está sostenida por una red de relaciones a todos los niveles. Cualquier alteración desencadena consecuencias que afectan al conjunto.

El propio doctor Rubio acuñó el neologismo caseidad, es decir, «el tratado de los espacios humanos habitables y todo lo que pasa» que se ha constituido en una disciplina y un arte. Maria Bori Soucheiron (Barcelona, 1964-2019), educadora catalana que vivió muchos años en Chile, dedicó gran parte de su vida a encarnar y promover esta práctica en las aulas hospitalarias. En concreto, en la entidad Casabierta de la Corporación de Ayuda al Niño Quemado, en Santiago de Chile, donde se acogen a niños y niñas que han sufrido quemaduras severas y a algún familiar durante el tiempo que dura el tratamiento. Aquí se les ofrece casa y continuidad a la escolarización. Ella trabajó para que esta atención fuera no sólo un techo físico, sino un hogar, aportando valores y haciendo cirugía, no a la piel, sino al alma y la autoestima de los niños y niñas y de sus acompañantes.

«Más que una visión, podríamos hablar de
una percepción que englobe todos los sentidos,
físicos y espirituales.»
Fotografía Javier Bustamante Enríquez

Quiero adentrarme en la caseidad porque me parece una aportación significativa en una nueva comprensión y vivencia del planeta y del Universo en sí. Según María Bori, en su libro Estudio del neologismo caseidad (Editorial Octaedro: Barcelona, 2022), su origen «nos remonta al momento en que el ser humano se empieza a asentar y progresivamente concibe el espacio donde vive como un espacio habitable y de convivencia». De este modo, «encontramos espacios habitables donde se respira calor del hogar, que nos remite a la intimidad, al reposo, al recogimiento y a la acogida».

Ella reflexiona sobre el ser humano y dice que: «Para desarrollarse desde su tierna infancia, pasando por la adultez y hasta la ancianidad, necesita ser acogido por otros seres humanos a la vez que es acogedor de otros, lo que lleva a una especie de círculo o juego de acogidas. La experiencia de ser necesitado es principalmente humana y, por todo lo que hemos dicho, se relaciona directamente con la caseidad». También, hace referencia al útero materno como primer hábitat del ser humano y de la condición de vulnerabilidad que se deriva de nuestra especie, ya desde el nacimiento. La primera casa de todo ser humano es otro ser humano, una mujer que, como primera casa, desarrolla unas experiencias –dada su condición biológica– que iluminan el ejercicio y las actitudes propias del arte de la caseidad. La mujer tiene el don de ser habitable. Tanto si engendra como si no.

El hábitat humano, las casas, los pueblos, las ciudades son una respuesta de la vulnerabilidad de nuestra especie. Construimos una casa para cobijarnos­ del frío, del calor, para crear intimidad, para sentirnos seguros ante otros seres de nuestra especie y de otras especies. Estos hábitats, de los que se desprenden relaciones interpersonales que pueden desembocar en distanciamiento de la naturaleza, relaciones de poder y desigualdad, necesitan ser ajardinados, es decir, repoblados de naturaleza para impedir que la vulnerabilidad natural se convierta en una vulnerabilidad instrumentalizada. En este sentido, ajardinar la sociedad tiene que ver con propiciar condiciones de reconocimiento a la diversidad como un valor que aporta sinergia y nutrientes al crecimiento colectivo.

Para llegar a la conciencia de unicidad propia y diversidad necesaria y reconocer que nacemos en la vulnerabilidad, el silencio es un medio propicio. Silencio no como mutismo o inactividad, sino como apertura y escucha desde todo el ser. Silencio como actitud de permeabilidad con la realidad de la que formamos parte.

¿De qué sirve saber-nos cosmos?

La identidad es configurante de las personas. Saber nuestro origen nos explica porqué estamos en la vida y nos ayuda a descubrir un para qué. Cada partícula que nos conforma proviene de la realidad, cada vivencia y cada recuerdo también. Estamos hechos del mismo material que nuestra ‘casa común’. Lesionar o descuidar cualquier ser, implica una autolesión o una dejadez hacia nosotros mismos.

La percepción que tenemos del cosmos ha cambiado a lo largo de los siglos. Esto nos invita a revisar la percepción que tenemos actualmente y preguntarnos en qué ideas y realidades se basa. Quizás estemos percibiendo de manera distorsionada el cosmos y eso está originando tantas incoherencias y conflictos entre seres humanos y hacia los demás seres que comparten el hábitat común.

Javier BUSTAMANTE ENRÍQUEZ
Psicólogo social
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 119, edición catalana

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