A lo largo de mi etapa como educadora, a los alumnos y compañeros de trabajo, les proponía diferentes actividades para que se abrieran al mundo y ampliaran su mirada. El planteamiento del ejercicio partía de analizar, sin demasiados tropiezos ni influencias, lo que ocurría en torno a las personas que tendrían que acompañar. Los invitaba a que miraran, lo más nítidamente posible, con sus propios ojos y les preguntaba ‘metafóricamente’ ¿qué gafas llevaban puestas: graduadas o no?, ¿limpias y transparentes?, ¿con filtro?, ¿oscurecidas por el sol?, ¿con cristales polarizados?…
Desde una humilde pedagogía de la realidad, intentaba transmitirles que, como futuros profesionales del mundo social, debían ser coherentes, practicar la escucha activa, no juzgar y, en cambio, sí estar al lado ‘de’. Además, tenían que ser buenos observadores en una sociedad donde el exceso de información y las redes sociales están tan presentes. A menudo, los empujaba a ampliar horizontes, a crear atmósferas acogedoras y de entornos seguros, a no dejarse influir por una invasión de emociones y sentimientos desbocados ante historias duras y cruentas; ni por histrionismos ni por la lástima hacia las personas más vulnerables. Los animaba a poner la ‘persona’ -sin más adjetivo- en el centro, y detenerse antes de tomar decisiones que implican la vida de otros y que fueran ellos mismos quienes exploraran, se informaran, y fueran generadores de su propio criterio, aparte de lo que les transmitieran los informes.
En la vida, entre el blanco y el negro, hay una graduación de grises en la paleta de colores que viene a ser la humanidad. Si reconocemos en cada ser humano, por diferente que sea a nosotros, una persona digna y de pleno derecho, el círculo cromático –como dicen los artistas– se amplía y es mucho más rico.
Nos deberían educar desde la sorpresa de descubrir una visión sencilla y transparente de cómo es la vida, con su bondad y crudeza. Una vida donde tiene cabida la riqueza de la gran diversidad que es nuestra casa común: la Tierra.
La visión del mundo está, innegablemente, asociada al lugar donde hemos nacido, la familia en la que nos ha tocado vivir, cómo nos han educado, qué amigos tenemos… y millones de realidades más. Al mismo tiempo, se vincula también a nuestros valores, ideas y creencias y, por este motivo, existen tantas visiones como habitantes hay en el planeta.
Hoy en día, a consecuencia de esta diversidad de influencias que inciden en nuestra manera de ser y hacer, de pensar y hablar y, por supuesto de todo lo propio de la condición humana, se nos presenta la cuestión de cómo puede verse afectada nuestra cosmovisión por el llamado sesgo ideológico. Un sesgo que incluye el concepto de desinformación, aunque paradójicamente, la excesiva y constante información que nos llega, convirtiéndose en una herramienta para conseguir el poder y, en cambio, no siempre representa una buena opción para formarse un criterio propio, e interpretar adecuadamente la realidad.
Y, es al topar con esta situación, cuando debemos saber mantener la calma y trabajar la paciencia para escuchar nuestro corazón, valorar cuidadosamente aquello que nos rodea, y a lo que podemos acceder a simple vista o buscando información fidedigna. Pero, a veces, las prisas, las falsas autoexigencias y las presiones sociales nos confunden, y nos hacen esclavos de una irrealidad real que promete una superficial felicidad que no ayuda y enmascara actitudes y emociones que se hacen pesadas de afrontar noblemente como son el dolor, la tristeza, la esperanza, la estimación, el esfuerzo, las ilusiones, la lealtad, la ternura, la amabilidad… al no tener suficientes herramientas para vivirlas desde la propia libertad. He aquí, pues que nuestro entorno cercano o globalizado y lejano puede verse falseado dependiendo de quién nos diga ‘qué’ o manipule, al mostrarnos demasiado confiados.
Lo cierto es que la visión de cada uno, ya en estado puro, en esencia, es distinta por sí misma, y esta diferencia aún aumenta más si no somos capaces de detenernos y hacer una relectura pausada desde la contemplación y el silencio, desde nuestra visión interior. Porque, en definitiva, estamos hablando del mundo cambiante en el que vivimos, que no es sólo nuestro, sino de toda la humanidad, y que actualmente pide a gritos que modifiquemos nuestra actitud para poder salvaguardarlo y hacerlo perdurable en el tiempo.
Quizás uno de los mejores regalos que nos podríamos hacer es un puñado de gafas para ver el mundo desde todas las ópticas. Así es como les compartía mi secreto como educadora, tal y como decía el Pequeño Príncipe: «Es muy sencillo: sólo se ve bien con el corazón». Antoine de Saint-Exupéry, El pequeño príncipe.
Anna-Bel CARBONELL RIOS
Educadora
Barcelona
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 119, edición catalana