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Qué gozo más grande contar con la confianza de amigos y familiares, que te ayudan a construir relaciones sólidas en el desarrollo del quehacer diario. Evidentemente, esta confianza se construye sobre el conocimiento de uno mismo y del otro: «No se puede amar lo que no se conoce», nos dice la sabiduría popular. Y sobre esta base del conocer realmente a alguien, es lo que posibilita que tengamos confianza en él, en menor o mayor grado.
De una manera muy parecida, sucede con uno mismo: te has de conocer muy bien para poder tener confianza en ti mismo. Has de conocerte correctamente para saber hasta qué grado puedes desarrollar una actividad. Uno no ha de ser temerario, creyéndose más fuerte o astuto de la cuenta, ni ha de menospreciarse inapropiadamente.
Es por ello que el realismo existencial ayuda abiertamente a conocer y aceptar la realidad concreta personal, familiar y mundial. «Conocerse a uno mismo» ayuda básicamente también a comprender a los demás y la realidad que nos rodea. A través del autoconocimiento aprendemos a desenvolvernos con eficacia en la vida y a afrontar nuestro día a día de manera óptima.
Saber realmente cómo somos, qué sentimos o qué metas queremos alcanzar son capacidades que se asocian a lo que algunos llaman: «la inteligencia interpersonal», porque da a entender la relación con los que nos rodean.
Asimismo, con el autoconocimiento aprendemos a identificar nuestras capacidades, pero también nuestras limitaciones. Esto nos ayuda a planificar metas de manera realista para evitar frustraciones futuras. Esto, a su vez, nos ayuda a cultivar relaciones sanas, ya que en la medida que aprendemos a expresarnos con asertividad, evitando las situaciones conflictivas y los malentendidos.
Claro que tanto en el conocer como en el hecho de tener confianza, hemos de advertirnos que hay unos grados. No todo el mundo se conoce a sí mismo al cien por cien. Ni se conoce al otro plenamente. Y por lo mismo, no se puede confiar plenamente si no se han superado las cualidades de integridad, honestidad y buenas intenciones.
Estas mismas condiciones, a nivel personal y colectivo, lo podemos aplicar a la gran sociedad, globalmente. Después de la debacle de la Segunda Guerra Mundial se necesitó reconstruir, no solamente edificios destruidos, sino también las conciencias, autoafirmaciones a nivel personal y nacional, de tal manera que dieran fuerza al sentido de la vida para el resto de los que quedaban, especialmente hombres, tan diezmados por las batallas.
Muchos fueron los varones que escribieron y filosofaron sobre la guerra desde sus escondrijos; escondidos del cruel contencioso. También, muchas mujeres —valientes y valerosas muchas de ellas— relataron los crímenes y las violaciones sufridas por ellas mismas y por familiares y amigas. Como una semilla enterrada en tierra, en el humus de un largo proceso conjunto de normas y principios, como garantía de la persona frente a los poderes públicos fue surgiendo así la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que ofrecía un espacio de mutua confianza entre todas las naciones. Hoy, todas las naciones se conocen muy bien. ¿Qué frágil confianza las mantiene en equilibrio?