Increíble, pero cierto: el único tesoro auténtico de que disponemos -el tiempo, que es vida-, nos pasa inadvertido la mayoría de nuestros días. ¡Parece tan normal vivir!, incluso hablamos de «matar el tiempo» cuando afrontamos una tarde sin quehaceres… ¡Qué despropósito!
Porque el tiempo es el recurso escaso e imprescindible que nos es dado como regalo el día de nuestro nacimiento. No sabemos cuánto tendremos. Cada día es un milagro; el tiempo es el don más maravilloso del que disponemos. Un bien que además es decreciente. Es por definición, limitado para nosotros. Nuestra vida transcurre entre nacimiento y muerte, y sin embargo pasamos por la vida como si nunca fuera a terminarse. Como personas que disponen de un lote limitado de dinero, pero lo despilfarran en tonterías, sin aquilatar su valor.
En el extremo contrario de esta banalización del tiempo, estaría la angustia del «instante fugaz», que vería con desasosiego el vivir como un flujo de instantes que se nos escapan entre los dedos sin lograr retenerlos. El «Carpe diem» que conduce a una avidez de vivir experiencias, aturdiéndose y llenándose de acontecimientos y estímulos para escapar a la toma de conciencia de ser limitados.
Ni una ni otra nos conducen a la paz, ni nos hacen sentir la plenitud de vivir.
Es necesario tomar conciencia de que somos nosotros quienes damos sentido al tiempo. Nuestro tiempo. Nuestra vida. Sólo nosotros llenamos de contenido o vaciamos de sentido los minutos que en el reloj parecen siempre iguales.
No es así. El tiempo es más flexible de lo que pensamos. No todas las horas son idénticas; la medida del tiempo varía según nuestro modo de vivirlo. Los años corren más lentos en la infancia y son mucho más veloces en la edad adulta. Un minuto puede durar años; y varios años pueden pasar en unos minutos. Depende del contenido que le demos, depende de la importancia de lo vivido; depende de que nos percatemos de su valor. Puede ser en soledad o en compañía. Pero es importante aprender a valorar y paladear el tiempo.
Usualmente nos sucede que empezamos a valorar el tiempo cuando lo vemos amenazado: por una enfermedad, por la muerte de algún ser querido, por el riesgo de morir en un accidente… Sólo entonces tomamos conciencia de cuánto lo hemos menospreciado e incluso desperdiciado.
Pero podemos entrenarnos. Contemplar y sorprendernos del milagro que significa estar, vivir, ser tiempo.
Así nos «bajamos de la aceleración» tomando conciencia de él. Compartiéndolo amorosamente. Degustando y permaneciendo en las cosas sencillas de la vida. Un beso, una caricia, pueden hacernos gustar la eternidad.
Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga y doctora en comunicación
Madrid, agosto 2024