Las Olimpiadas en la era digital permiten ver una y otra vez, a distintas velocidades y de manera mucho más detallada, la extraordinaria capacidad de las/los deportistas para hacer filigranas en el aire, para avanzar unos milímetros más que los competidores, para sincronizarse con el resto del equipo.
Es una maravilla ver a Simone Biles dando vueltas en cámara lenta, graduar la fuerza del salto, saber dónde se encuentra en el laberinto de sus giros y caer sobre sus pies como lo más natural del mundo. O a Duplantis elevarse 6 metros y 25 centímetros con su pértiga y pasar limpiamente para caer en el colchón del otro lado. O a los clavadistas dibujar con su cuerpo unas figuras de precisión y entrar en el agua sin hacerse daño. Un arte, sí.
Una combinación de capacidades personales de base, muchísimo esfuerzo y tiempo, disciplina y método. Muchos recursos para dedicarse sólo a eso. Buena alimentación, fuerza física y mental para sobrellevar las contrariedades. Entrenadores y entrenadoras altamente capacitados. Un entorno afectivo fuerte y constante que les sostiene en su propósito.
Pero es también arte el asumir tanto el triunfo como la derrota. Las/los deportistas se mueven en un entorno que privilegia el primer puesto sobre todo lo demás, como si la medalla de plata, la de bronce o el cuarto, quinto lugar, no fueran nada, no tuvieran mérito ni significaran un extraordinario logro.
Posiblemente sea éste el aspecto más diferencial entre las personas que, además de ser extraordinarias en su desempeño deportivo, lo son en su categoría humana.
Asumir el triunfo sin enloquecer de autocomplacencia, supone un gran realismo y humildad.
Y aceptar el no-ganar el primer puesto sin derrumbarse, sin envidia del primero o la primera, sin culpar a alguien de lo que se percibe como fracaso, requiere mucha más humildad y altura humana. Seguir adelante con realismo y esperanza, intentarlo de nuevo.
Ése es el espíritu deportivo auténtico. Ése es el verdadero arte del deporte.
Agosto de 2024