Todos conocemos personas con seguridad en sí mismas, que confíen en las propias capacidades, se arriesgan a explorar experiencias e iniciativas nuevas; se sienten confortables en el entorno social, establecen vínculos con quienes los rodean y están convencidas de que superarán las adversidades. En el otro extremo estarían aquellas que viven su vida en un tono de inseguridad y desconfianza general, temen ser engañadas, generan tendencia al aislamiento y a veces dificultad para emprender cambios y superar obstáculos. Entre estos dos extremos nos podemos situar la mayoría de las personas.
Estas actitudes de confianza/desconfianza se desarrollan en base a las experiencias previas, que condicionan la manera en que desarrollamos nuestra vida. Y las experiencias más originarias se sitúan en la primerísima infancia.
En el argot psicológico —siguiendo la escuela de Erik Erikson— se habla de la ‘confianza básica’ como origen de estas actitudes. Esta confianza o seguridad básica se genera entre los 0 y los 3 años; se empieza a desarrollar desde el momento mismo del nacimiento en que la supervivencia del bebé depende completamente de los cuidados que reciba de quienes lo rodean.
Del parto en adelante, las relaciones del recién nacido con su entorno dejan de ser sólo biológicas (como sucedía en el vientre materno), y empiezan a ser, además, simbólicas (gestos, tono de voz, lenguaje). El recién nacido se encuentra en situaciones que pueden ir desde la aceptación y la acogida, o la relativa indiferencia, hasta el rechazo, con todos los matices intermedios.
Esta acogida o el rechazo de los adultos hacia el niño se manifiesta en la calidad de la relación que establece, y en los cuidados que le otorgan. Estas pueden ser satisfactorias (limpieza, alimentación, cuidados, estímulos, afecto) y ofrecidas de manera rítmica y sostenida, o insatisfactorias en el sentido de escasas, arrítmicas o aleatorias, imprevisibles y hasta hostiles.
La acogida del bebé genera un vínculo fuerte con quien lo cuida. La aceptación incondicional de esta nueva persona fundamenta la experiencia —por descontado previa al pensamiento y la palabra— de seguridad y de confianza. El bebé percibe el entorno como un lugar amable donde se puede vivir, y él o ella como alguien digno de ser amado.
Por el contrario, el rechazo genera la aparición de vivencias de precariedad e inseguridad. El entorno se vive como hostil y peligroso, y él o ella como indigno de recibir amor.
A lo largo de los primeros tres años, estas experiencias se van consolidando, desde las maneras más elementales a unas más elaboradas, configurando la experiencia individual de seguridad ante el mundo y confianza ante la vida.
Por descontado que este proceso está modulado, además, por el temperamento innato del niño: activo/pasivo, explorador/desinteresado, alegre/ melancólico. Y en las progresivas interacciones con el ambiente, desde su propio estilo irá construyendo su personalidad.
Para gestionar estas vivencias, el pequeño desarrolla mecanismos de defensa e integración cada vez más conscientes, y se van asociando progresivamente algunas palabras que describen lo que siente.1
A este proceso fundamental siguen otros desafíos (autonomía vs. vergüenza y duda, laboriosidad vs. pasividad…) que irán configurando a la persona como alguien más o menos capaz de gestionar la vida, crear vínculos con quienes lo rodean y alcanzar unos objetivos.
Todas estas consideraciones hacen ver lo que es vital —y en cierto modo, no tan difícil— que es hacerles a los bebés este regalo de largo alcance: las condiciones de atención, de cuidados y de acogida para que crezcan con una vivencia de confianza básica.
Estas condiciones no implican que el adulto que cuida al pequeño tenga que estar ligado a él, ni que satisfaga instantáneamente todas las necesidades; la acogida sincera y la aceptación incondicional pueden convivir con momentos de ausencia o postergación de la atención, así como progresivamente con el establecimiento de límites. Cuando el niño empieza a moverse y deambular, deberá saber hasta dónde y en qué condiciones hacerlo, dónde están los límites que le aportan seguridad y una vivencia de estar protegido.
Los límites deben ponerse sin ira y sin complejos de culpa, ya que siempre encontrarán resistencia. Pero está visto que los pequeños que han vivido sin haber sido confrontados con límites desarrollan actitudes tiránicas e incapacidad para posponer la satisfacción de sus deseos.
Lo importante es que la tónica general sea de regularidad y estabilidad en los ritmos de alimentación, limpieza, juego, sueño. Y los mensajes verbales, el tono de voz, las interacciones entre los adultos alrededor del niño, cuanto más serenidad y armonía transmitan, mejor.
El mundo ideal no existe, y siempre habrá rozaduras, diferencias, situaciones incómodas que el bebé de alguna manera percibirá. Pero como digo, si la tónica general es de acogida y de serenidad, estaremos dando a esta nueva persona el regalo más importante y fundamental: las condiciones para que viva con seguridad y confianza básica. Esta es la primera piedra de una vida vivida con experiencia de plenitud.
Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga
España
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 117, edición catalana, en enero 2024
Notas
1 – Cfr. E. Baca: Breviario del animal humano. Triacastela. 2019. ISBN 978-84-17252-08-3