Años atrás un amigo, buen conocedor del continente africano, nos explicó que los campesinos africanos cuando siembran lo hacen tirando la semilla atrás para no pisarla. No miran donde cae, dejan que crezca y la acompañan, confían y cuidan su proceso de crecimiento, pero sin preocuparse en exceso porque, al fin y al cabo, no depende solo de ellos lo que pase.
Para nosotros, como padres, la historia representó un punto de inflexión y nos ayudó a confiar y desconfiar a la vez. A desconfiar, a dudar y cuestionarnos cómo estábamos haciendo lo de educar, dado que no existe un manual de instrucciones de cómo ser padres y educar los hijos, y reproducimos o intentamos, supuestamente, mejorar desde nuestra perspectiva lo que hicieron con nosotros nuestros padres. Debemos pararnos y darnos cuenta de que quizás tardaremos en ver resultados, y nunca sabremos del todo si lo estamos haciendo correctamente, y esta incertidumbre es sana porque habla de la fragilidad humana y de que, por supuesto, no tenemos ninguna varita mágica para entrever el mañana, ni tampoco la respuesta a todas las preguntas.
Al confiar en que todos aquellos valores que hemos transmitido a nuestra hija, porque creemos en ellos y para nosotros son válidos, posarán y arraigarán, como esta semilla sembrada desde un azar protector para no pisar su manera de sentir y pensar. Quizás en algunos momentos ha parecido, en especial durante la adolescencia, ese momento vital que nos pone a prueba a todos, principalmente a los adultos cuando todo parece oscurecerse y derrocharse, cuando todo se ningunea y transforma, cuando los referentes cambian y todo se cuestiona, que tantos esfuerzos por estimar y ofrecer lo mejor no han servido para nada. Pero, lo cierto es que la vida es una hoja en blanco que se va llenando con lo que cada uno vive, con cada error y acierto, con cada triunfo o fracaso, con la huella que dejan en nosotros todas las personas que se nos cruzan por el camino, con lo que sucede cerca nuestro o con los acontecimientos a nivel mundial, con cada abrazo, cada amistad, cada discusión, cada nacimiento y cada muerte.
La siembra la hemos ido haciendo de puntillas sobre una tierra por descubrir, la hemos acompañado y protegido, pero los hijos no son nosotros, no son nuestra réplica. Un hijo es un ser independiente, único e irrepetible, un yo que crece y hace camino desde la libertad, con el calor, los referentes y las herramientas que les hemos ofrecido desde un amor incondicional. Lo que resulte en un futuro, sin embargo, no depende en absoluto sólo de nuestra bienintencionada intervención, sino de la suma de muchos factores, empezando por cómo son ellos.
Bien cierto es que, además, la etapa de paso de niño a adulto, la tan temida adolescencia, nos pone a prueba y pide un extra de confianza. Confiar es no perder la esperanza pase lo que pase. Una esperanza que a veces es obscena —como dice uno de los protagonistas de la película The old oak— porque, yendo más allá de las crisis familiares adolescentes, hay que recordar que nos genera expectativas que no siempre llegan como las he soñado, pero de pronto nos ayudan a caminar y a mirar siempre adelante. A vueltas, confiar pide trabajar una seguridad y una templanza personales interiores no siempre fáciles de construir, una autoconfianza que se debe ir renovando y alimentando desde la esperanza.
Anna-bel CARBONELL RÍOS
Educadora
España
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 117, edición catalana, en enero 2024