No preciso ser condesa

No preciso ser condesa

[En la relación con eso que en diferentes contextos se ha llamado «Dios», ese Ser con mayúscula que nos creó y nos mantiene existiendo, tarde o temprano tomamos mayor conciencia de la total asimetría entre su su grandeza -su Ser Absoluto- y  nuestra pequeñez, nuestra contingencia. Para hacer más llevadera esa vivencia de la desproporción entre ambos, y reducir la propia incomodidad por ser limitado, el ser humano ha recurrido a la idea de que tiene en sí mismo una parte de eternidad. No por el principio -empezó a existir- pero sí por el final: no morirá porque su alma no muere. Pero desde el punto de vista del mensaje de Jesús, no hace falta recurrir a esa idea. El siguiente texto es una parábola que explica por qué no es necesario intentar ponerse al nivel de Dios para relacionarse con Él.]

* * *

Imaginemos a un rey que pretende amar a una mujer, súbdito, no aristócrata. Y que ella, conmovida y conmocionada, incapaz de aceptar ese amor tan sorprendente, le dijera:

—»Majestad, sois de mayor rango que yo; si yo accediera siendo lo que soy, el gran don que me haríais me anonadaría de tal manera que habría de quedar esclava vuestra por siempre. Trataríais de elevarme con vuestro amor a altura parecida a la vuestra en la cual, me encontraría extraña, desplazada y al final, el amor se acabaría. Hacedme, majestad, primero condesa y así, de igual a igual en ser de dignidad aristocrática, podré responder con dignidad a vuestra llamada de amor».

Esto es lo que han hecho las gentes de nuestra cultura al afirmar que el alma es inmortal. Ya que no es increada, si al menos es eviterna (no muere), se encontraría parecida en algo ya a Dios. Así, “de igual a igual” en la inmortalidad hacia el futuro, dicen que sí aceptan amar y ser amados por Dios.

¡No! No preciso ser condesa. Puedo amar y ser amado por un Dios increado e inmortal siendo yo contingente, es decir, creado y muriente. Ni esta manera gratuita de amarme Dios –que me creó– me hace esclavo, ni es motivo de que el amor a Él se le acabe (ni a mí tampoco) sino al contrario, es el motor más fuerte del amor eterno.

La “humilde humildad” es saberse y aceptarse contingente, no sólo de pasado, sino de futuro también: es decir, ser mortal. En consecuencia, la persona humilde es reina, rey, en el Reino de Dios. Está enseñoreado en su realidad, con toda sencillez y alegría; habita su cuerpo y su tiempo sin la perpetua incomodidad de quien añora otro rango.

 

La persona humilde se acepta como es
No precisa ser condesa para que el rey la ame           (Foto Enoch111 Pixabay)

Otro ejemplo

El ser humano, cuando se cree distinto de lo que en realidad es, se parece a los astronautas que, para vivir en un planeta ajeno y no adecuado al humano, habrían de construir con enorme esfuerzo, hábitats en los que pudieran desenvolverse.

Pues bien, a la persona humilde –humilde, al estar contenta con su real existencia, todo este mundo se le descubre óptimo para sí y se desenvuelve en él con armonía y gozo. Al saber que no somos dioses, no le pide ni al mundo ni a los demás más de lo que le corresponde. En el fondo, todo el que no está contento es que se cree un semidios. La razón es contingente. La vida tiene límites. Hasta el amor es contingente. No hay planes ni amores absolutos. las utopías no se dan aquí sino cosas limitadas. Para algunos el amor es el último reducto en que quieren conectar orgullosamente con Dios. Eso no resta dignidad humana, que no está en el sentir que se tiene alma inmortal.

Alfredo RUBIO de CASTARLENAS
Sacerdote y médico
Madrid, 7 de julio de 1983

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