
Hace unas semanas, en la Región del Ñuble, en el sur de Chile, se produjo un serio incidente. Un estudiante de 14 años, agredió a una profesora dejándola gravemente hospitalizada con fractura de cráneo incluida.
La brutal noticia podría haber quedado sólo en la página roja de los noticieros y haber generado debates sobre lo mucho que hemos perdido los y las profesoras en cuanto a condiciones de trabajo, a seguridad laboral, a valoración social, en un mundo cada vez más irrespetuoso e irreflexivo respecto de la importancia de los procesos educativos que se viven en la escuela.
El hecho que amplía la reflexión y que le da sentido a este texto es que el estudiante en cuestión se encuentra en el espectro del autismo, lo que en ningún caso disminuye la gravedad de lo ocurrido, pero que, al calor de la reacción de la opinión pública, en las redes sociales y en los diversos espacios de debate y reflexión, abre matices complejos que tienen que ver con el cómo estamos, avanzadas las primeras décadas del siglo XXI, conviviendo con las diversidades que resultan ser los otros y las otras, independientemente del apellido que lleven esas otredades: inmigrantes, personas con movilidad reducida, adultos mayores, diversidades sexuales, neurodiversidades, diversidades culturales, idiomáticas, de clase social, de género, religiosas, raciales, en fin.
En este caso específico la discusión en las redes sociales comenzó desde lo básico:
- Que la profesora había ocupado un trato despectivo, provocando al estudiante y favoreciendo su desregulación
- Que los profesores no están preparados ni capacitados para esta suerte de ola de estudiantes con Trastorno del Espectro Autista (TEA)
- Que el gobierno no facilita los recursos para implementar adecuadamente la integración de estudiantes neuro diversos en las escuelas.
Enseguida, tras esta primera andanada de discursos que adquirían cada vez mayor virulencia, comenzamos a entrar en el fondo y en lo más preocupante del debate y que da cuenta de nuestra fragilidad ciudadana frente a lo que entendemos como lo diferente a nosotros, lo distinto a nuestro sistema de creencias, o simplemente lo distinto tan distinto que no somos capaces de comprender, un mar de prejuicios y estereotipos que definen una parte sustancial de nuestra cultura.
- Estos niños no deberían estar en los colegios “normales” y deberían estar en lugares “especiales” para ellos y ellas
- Estos niños y niñas son peligrosos
- Yo envío a mi hijo/a para que aprenda y esté tranquilo en la escuela
Estos comentarios y otros más extremos aún, forman parte de una cadena discursiva que no considera que la agresividad no es una característica exclusiva del mundo autista. La agresividad es una condición natural de la especie humana, rastros, presentes aun, de nuestra etapa más primigenia, cuando debíamos combatir a muerte por el alimento y la vida dependía de nuestra fortaleza. Y la agresividad existe y se manifiesta, en mayor o menor medida debido a múltiples factores, muchos de ellos externos a la propia persona. Pero el problema, para la opinión pública, tan visceral y poco empática, es el mundo autista, ese mundo tan desconocido, extraño, inentendible, de niños, niñas y adultos peculiares, ajenos a nuestra realidad.
Una semana después del incidente señalado, se produjo otro acto de violencia, esta vez contra una estudiante, también en el espectro del autismo. Esta joven, frente a su impávida profesora y grabada en todo momento por las cámaras de algunos teléfonos celulares de sus compañeros y compañeras para las que la situación era todo un espectáculo, fue brutalmente golpeada por una compañera, tras recibir insultos y amenazas por largos minutos.
Entremedio de estos dos incidentes, aparentemente aislados, las redes sociales ardían. La mayoría de los comentarios centrados en la necesidad de culpar a alguien, sea persona o institución. Esa profunda pulsión humana por tener alguien en quien descargar nuestra molestia o nuestra ira en los casos más extremos y una carencia absoluta de propuestas racionales para resolver conflictos, pero sobre todo, en la ausencia de empatía.
Lo que el debate, en su ruidosa exposición no deja ver, es la necesidad de contar con herramientas discursivas que nos permitan expresar nuestra opinión, sin que esto signifique denostar la dignidad del otro/a. Una discusión, entendida en contexto actual, busca imponer mi modo de pensar en el otro, lo que naturalmente provoca una reacción, y esa reacción cierra las posibilidades del encuentro.
El diálogo, esa necesidad de expresar a través de la palabra hablada, es la experiencia crucial que, a ojos del biólogo chileno Humberto Maturana, fortaleció nuestro despegue cognitivo y es algo mucho más complejo que una mera conversación.
Vincularnos en el diálogo es lo que nos hace profundamente humanos, lo que abre nuestro campo emocional, lo que nos hace resonar, vibrar, estar en sintonía, conectar con la experiencia del otro/a; es lo que le da sentido al aprendizaje, lo que abre la posibilidad de conocer al misterioso e intrincado mundo que resulta ser la otra persona. Es el camino para generar relaciones respetuosas, empáticas que disuelvan prejuicios que pudieran haber estado anquilosados en el tejido social. Y Chile y América en general, desde el proceso colonizador europeo, somos un laboratorio digno de análisis profundo pues el prejuicio, el miedo, el desprecio hacia el otro, forman parte sustancial de nuestro ethos.
El diálogo es el espacio natural que nos permite interactuar, generar cultura, vivir la diversidad que implica escuchar a otros mundos diferentes al nuestro. El diálogo, en contextos de resolución de conflictos, es la herramienta primordial para activar los resortes de la mediación, lo que permite lograr acuerdos significativos, duraderos y respetuosos de las partes en tensión.
En el contexto de la América de nuestros pueblos ancestrales el diálogo era un espacio de profunda connotación ritual. Al ser, la mayoría de nuestras culturas, incluida la mapuche, culturas ágrafas, el diálogo no era una cuestión menor. Era una estructura con diversas categorías relacionales, que construía consensos y acuerdos permanentes. Baste recordar que, en el contexto de la llamada Guerra de Arauco, en la que el pueblo mapuche no pudo ser vencido ni doblegado por el Imperio español, luego de una prolongada guerra de casi 300 años, el diálogo, en la figura de los “Parlamentos”, fue fundamental, para que nuestras autoridades se relacionaran en igualdad de condiciones con los representantes del imperio en el territorio que hoy es Chile y pactaran acuerdos duraderos que sólo el joven Estado Nacional chileno pasaría a llevar violentamente, pero esa es otra historia.
Si la empatía es el espacio relacional en el cual las personas nos encontramos en un contexto de mutuo respeto y aceptación, la alteridad es el espacio en que nuestras sociedades aprenden a relacionarse en un marco de sana convivencia.
Aprender del mutuo respeto y, en el caso particular de las personas neurodivergentes, aprender de sus sensibilidades, de su forma particular de ver y relacionarse con el mundo, nos fortalece, nos hace transitar y habitar el espacio de la dignidad y pensar como colectivos en los que nadie sobra y en los que todos tenemos algo que aportar, desde nuestra genuina diferencia, lo que, en definitiva, se traduce en una sociedad sana, con un poderoso tejido social en el que la desigualdad y la violencia asociada a esa desigualdad, disminuyen notablemente.
Tal vez el camino hacia la paz debe partir en el mutuo reconocimiento del otro y de la otra a través de diálogo tal vez el “valor” de la palabra debe volver a restituirse y ubicarse en un campo ritual y, por ello sagrado. Tal vez ese sea un camino razonable.
Pedro TORRES QUINTREL
Profesor de Educación General Básica
Académico Adjunto Universidad de las Américas (UDLA)
Pedagogo Social
Coach Ontológico
Santiago de Chile, Chile
Abril de 2025