La confianza no es un producto del azar, ni un resultado casual. Exige trabajo, esfuerzo y constancia prolongada. Se entronca con la fe, pero no es cualquier fe. No es ciega. Se basa en unas razones, tiene su propia trama argumental. No confiamos gratuitamente. Confiamos por algún motivo. Somos capaces de generarla, pero también de perderla.
Todas las organizaciones desean tener la confianza de sus destinatarios. Quieren, primero de todo, generarla y, después, mantenerla a lo largo del tiempo. Generarla es relativamente sencillo, pero mantenerla es más complejo, porque no basta con permanecer impasible. Hay que trabajar día a día, para merecerla.
La pregunta que encabeza este capítulo preocupa a todos: las instituciones, las organizaciones, los partidos políticos, los gobernantes. Todos quieren generar confianza, ilusionar, suscitar adhesiones, pero no es fácil, porque no se resuelve con una buena campaña publicitaria, con una estrategia de marketing bien diseñada y bien dotada económicamente. Una cosa es ser conocido en todas partes y otra, muy diferente, es ser objeto de confianza; haberla generado en la opinión pública.
La competencia es la raíz de la confianza. Nos fiamos de quienes son competentes y han demostrado en reiteradas ocasiones que saben hacer bien lo que tienen entre manos. La incompetencia genera desconfianza, miedo, incluso, desasosiego, mientras que la competencia genera todo lo contrario.
¿Qué es, sin embargo, la competencia? Dominar un campo concreto de la vida. Se refiere a un conjunto de habilidades, de capacidades que permiten a una persona hacer bien lo que tiene encargado de hacer. No se puede ser competente en todo, ni se puede tener un conocimiento minucioso de todos los ámbitos. Con muchos esfuerzos y dedicación se puede llegar a conocer un pequeño territorio. La competencia es el resultado de un trabajo continuado, de una constante rebelión contra la pereza y el ir haciendo; es la cristalización de una curiosidad por saber más, por profundizar en el propio feudo.
La competencia es independiente de la tarea y de la situación, ya que, si una persona es competente, lo es independientemente del lugar en el que actúe. Nadie, sin embargo, es competente en todo. El campo de competencia es limitado y extremadamente limitado. Hay quien es impecable en un pequeño microcosmos, pero incompetente en la vida práctica, en las relaciones sociales, en el control emocional, en la expresión oral y gestual.
Un correcto proceso educativo debería garantizar una mínima competencia en todos los órdenes de la vida. La realidad, sin embargo, pone constantemente de manifiesto que esto no es así. Muchas personas que están en la fase final de la vida académica son extraordinariamente competentes en un pequeño territorio, pero no dominan las habilidades básicas y dependen de otras personas para resolver las necesidades elementales.
No se puede ser competente en todo, porque toda competencia es fruto de estudio y de dedicación, pero hay que exigir una mínima competencia para las cuestiones domésticas a todos. La liberación de la mujer y su emancipación de los roles habituales tiene como consecuencia para el hombre la necesidad de estimular y afinar facultades y habilidades que, sencillamente, no había cultivado, ni profundizado.
La competencia genera confianza, pero ¿cómo se genera la competencia? ¿Cómo llega a ser alguien competente en una determinada área de la vida humana? La competencia de un profesional, de un carpintero, de un ingeniero, de un cocinero, nunca es una casualidad, ni el fruto de un azar caprichoso. Es el resultado de la experiencia, de la dedicación, del trabajo.
Hay que distinguir la competencia del prestigio. El prestigio da confianza, pero el prestigio no siempre es veraz. La palabra prestigio significa originariamente engaño, ilusión, pero también encantamiento, atracción, admiración. Proviene de la forma latina praestige, que es una denominación utilizada por los griegos para designar los juegos de manos, los trucos y el ilusionismo de los actores. El concepto ha conservado su matiz negativo.
La realidad se encarga de mostrar que, muy a menudo, el prestigio no va ligado a la competencia. Hay profesionales que gozan de un gran prestigio, como también ocurre con instituciones y organismos, pero la realidad es distinta. Muchas veces es un prestigio inflado desde fuera, generado artificialmente o bien que se conquistó en el pasado y que, sencillamente, se ha perpetuado en el imaginario colectivo.
En la actualidad se utiliza el término prestigio para identificar un cierto rango o estatus social. El hecho de ocupar un lugar determinado en la vida social, en la vida política; el hecho de vivir en un determinado barrio o de formar parte de un club exclusivo da prestigio, pero no garantiza competencia. Hay profesionales muy competentes que no forman parte del estrecho círculo del prestigio social, político o económico, porque no se les ha dado acceso o bien porque no han dado los pasos necesarios para formar parte. Sencillamente, pasan de largo, pero, en cambio, tienen competencia, saben hacer bien el trabajo que se les pide y responden eficientemente.
El prestigio, pues, no depende de las cualidades personales, del trabajo bien hecho, ni de la dedicación. Es una categoría puramente exterior, un ornamento, que la sociedad cuelga a alguien por el hecho de tener ciertas características.
También hay que distinguir el honor de la competencia. La competencia genera confianza en el terreno profesional, mientras que el honor es una cualidad que atribuimos a quienes viven virtuosamente. En sentido estricto es independiente de los reconocimientos externos. Ser digno de honor no significa tener prestigio social. El honor se conquista por el trabajo de las virtudes. Las personas que atesoran virtudes como la generosidad, la justicia, el compromiso, la solidaridad, la entrega son dignas de honor, aunque no sean competentes en ningún terreno profesional.
Como dice el filósofo idealista Fichte, el honor se fundamenta en la autonomía del yo, en el pathos de la conciencia del propio valor, en la pura interioridad y subjetividad de la conciencia moral. Se atribuye la siguiente frase a Bismarck: «Mi honor –dijo en un discurso al Reichstag el 28 de noviembre de 1881– no está en las manos de nadie, sólo en las mías, y nadie puede honrarme con él; mi propio honor, que llevo en mi alma, me basta completamente, nadie es juez, ni puede decidir si lo tengo.»
El honor se fundamenta en la virtud; el prestigio en el reconocimiento social, mientras que la competencia en el rendimiento. El honor, tal y como dicen los clásicos, es el precio de la perfección, la paga de la virtud (praemium virtutis).
Estas dos ideas forman parte de los fundamentos normativos de la ética clásica desde Aristóteles. Tampoco debe confundirse el honor con la pura perfección, sino con la misma disposición a la perfección. Ningún ser humano es perfecto, pero hay grados y niveles de perfección. Lo que hace una persona digna de honor es su esfuerzo obstinado para mejorar, para superar sus defectos, para vencer sus debilidades, para trascenderse a sí misma. Toda persona tiene la capacidad para analizar cuál es el estado de sus virtudes y juzgarse a sí misma. Se puede engañar a los demás, pero nadie puede engañarse a sí mismo reiteradamente.
Una persona que lucha por ser excelente, que no se contenta con la mediocridad, que no tiene suficiente con el ir haciendo, que explora sus límites y nunca renuncia a vencer sus propias barreras, es digna de honor. El honor, como dice santo Tomás de Aquino, es la dispositio perfecti ad optimum. Es algo que está ordenado interiormente en la persona y no es fácilmente separable de ella, pero justamente se queda en la disposición de un poder ser.
No debe confundirse, pues, la competencia con el honor, ni el honor con el prestigio. Hay quienes tienen mucho prestigio, pero no son competentes, ni merecedores de honor. La confianza la debemos sobre todo a quienes trabajan bien, a quienes hacen el trabajo cum cura et studio, a los competentes. Con todo, si tenemos la fortuna de encontrarnos con alguien digno de honor, también le depositaremos toda nuestra confianza, porque sabemos que se afanará a desarrollar lo mejor que pueda sus habilidades1 y que, muy probablemente, si se lo propone, acabará siendo competente en lo que hace.
Hay un segundo elemento generador de la confianza: la sinceridad2. Una persona sincera crea confianza a su alrededor, mientras que un ser falso crea, más bien, lo contrario. No sabes por dónde te saldrá. La sinceridad es la transparencia entre el pensamiento y la palabra, entre la palabra y la acción. Es la perfecta nitidez entre exterioridad e interioridad.
Hay un tercer elemento que genera confianza: la experiencia. No son los títulos los que necesariamente la generan. Tener experiencia de algo es pasar por una situación nueva, pasar todo el ser. La experiencia no es algo que se tiene, que se posee. Es una situación que adviene sin aviso y a través de la cual pasamos.
Además de la competencia y de la sinceridad, hay otro valor que genera la confianza: la integridad. Ser íntegro es ser una unidad activa de pensamiento, palabra y acción, un todo homogéneo que suscita en los demás admiración e incluso imitación. La integridad no es, tan sólo, una característica física que indica solidez, buena complexión interior. Es, sobre todo, un concepto intangible, una categoría ética que aplicamos a las personas que conservan su unidad y rechazan toda dispersión o incongruencia. La integridad es, sobre todo, el resultado de una lucha interior.
En definitiva, la confianza es una construcción multidimensional en la que se combinan la competencia, la sinceridad y la integridad.
Francesc TORRALBA
Filósofo y Teólogo
España
Artículo publicado originalmente en la Revista RE núm. 117, edición catalana, en enero 2024
Notas
1. Sobre esta cuestión, véase: W. Korff, «Del honor al prestigio», en Concilium, núm. 45 (1969), p. 285-294.
2. Cf. F. Torralba, La sinceridad, Pagès Editors, Lleida, 2009.
La confianza. Capítulo 5: ¿Cómo se genera la confianza? Pagès Editors. Primera edición: septiembre del 2009
Publicación autorizada por su autor