Vaya de antemano este inciso, sea a modo de aclaración y justificación: no es mi propósito ni deseo de tratar cuestiones de confianza en el mundo laboral, empresarial, comercial, mercantil y, en fin, en todas las interrelaciones contractuales, pactos políticos, sociales, sindicales y otros, incluidas las conyugales. Mi tratamiento sobre el tema es estrictamente personal; eso sí, en su sentido más ‘universal’. Me cuesta imaginar un trato interpersonal que no parta o presuponga la confianza mutua. Implícita o explícitamente, esta está, o debería estar, presente en cualquier intercambio entre individuos que se tienen a sí mismos aptos para la comunicación en el medio socio-humano que ocurre y con la necesidad de entender y hacerse entender. Y es justamente la confianza la condición necesaria para que esto suceda. El soporte basal para construir y desarrollar cualquier encuentro entre semejantes —o co-semejantes—, los cuales, sin embargo, dejan de ser tales tan pronto como no se perciben y valoran en términos de igual a igual, con sus diferentes singularidades y únicas características individuales.
A mi juicio, sin embargo, con la confianza sola no es posible abrirse plena y honestamente al otro. Pues la alteridad, propiamente concebida, exige también el respeto, es decir, la justa consideración hacia el otro. Confianza y respeto, pues, constituyen la columna vertebral de toda relación co-responsable, su condición necesaria y suficiente.
Confispecto
Con el vocablo —o neologismo— confispecto propongo designar la conjunción de las dos cualidades éticas, ya referidas anteriormente, indispensables para una comunicación genuinamente personal y libre. Es decir: que se sostenga en la confianza y el respeto en una balanza donde la una no pese más que la otra, en ningún sentido. Que sería el caso tan frecuente y a menudo inadvertido en que la confianza se convierte en excesiva y degenera en abuso. Y por el otro lado, cuando el respeto bordea el temor o desemboca en él.
Poner la confianza en alguien, sin embargo, no equivale a tener barra libre para pedirle lo que te venga de gusto y cuando crees conveniente, ni exigirle que te complazca y responda gratamente a tus solicitudes, caprichos y antojos, y hasta impertinentes molestias.
Por otro lado, respetar al otro no implica no estorbarlo o importunarlo nunca por nada ni en ninguna circunstancia, ni pedirle permiso cada vez que se relaciona, o guardarle una distancia improcedente y exagerada para que el contacto no se extienda a sus manos ni en ningún caso se haga físico con apretones de manos, abrazos y besos.
Que en toda interrelación debe haber normas mínimas de cortesía no supone que se tenga que abordar con pies de plomo y con un tacto escrupuloso y timorato. Y no hace falta decir que el miedo está reñido con la confianza y no debería confundirse ni asimilarse nunca con el respeto.
Hacerse respetar, en este contexto, no es algo que se pueda imponer a nadie, ni tampoco un ‘derecho’ que se debe ganar, por mucho que se acepte comúnmente la expresión ‘ganarse el respeto’ del otro. Y eso mismo vale para la confianza, subyacente en la voluntad primordial de comunicación. Intuitivamente se tiende a sopesar, al alza o a la baja, el grado de confianza que puede permitirse ofrecer y de concederse a sí mismo, y sentir si merece o no la pena hacer ‘partícipe’ al otro, es decir, dejarse conocer sin más reservas que la necesaria prudencia (virtud hoy bastante devaluada, si no ignorada) que ‘aconseja’ no abrirse a nadie de repente y todo de golpe, en un primer encuentro.
Se puede confiar en todo el mundo, pero…
Se puede confiar en principio en todo el mundo, pero a la hora de la verdad no es fácil mantener viva la confianza en aquellas personas que dicen una cosa y hacen otra, que los hechos desmienten sus palabras y éstas no apoyan en un mínimo sentido del compromiso y conciencia coherentes.
Entonces, ya no es tanto incumplir la palabra dada o una promesa hecha como la incapacidad e indisposición de comprometerse, es decir, de darle un digno valor moral. Y esto lleva inevitablemente al descrédito de la palabra y de la persona que la dice, con la desconflencia que resulta. Poco o mucho, a un individuo así no se le puede tomar en serio y el respeto que se le deba, en tanto que ser humano, desgraciadamente no irá acompañado de la confianza, ya que ésta se habrá ‘perdido’ en el camino de una relación que ya no promete.
Vivir en la superficie de la realidad
No creo que sea fruto de una apreciación desacertada afirmar que seguimos el hilo de un tiempo en el que las palabras dichas (y también escritas en no pocos medios) de tan repetidas e intercambiables ya no sabemos qué signifiquen y en muchos casos confundimos conceptos, mezclamos términos, mistificamos ideas, replicamos pensamientos y reproducimos expresiones que nos hacemos nuestras sin sentirlas propias. Y al revés.
Más que inmersos en una crisis general de valores —¿quién lo negará? — vivimos en la superficie de la realidad digitalizada por la que vamos transitando creyendo que no hay nada más, ni por encima ni por debajo, ni elevaciones metafísicas, ni profundidades ontológicas, ni válida simbología de lo trascendente, tal vez nos moviéramos en una existencia totalmente plana y tan virtual como desvirtuada.
Liquidada la sociedad líquida, evaporada la sociedad gaseosa, nos encontramos en una encrucijada humana en la que este atributo esencial de nuestra condición no parece poder sostenerse sin la muleta de uno u otro prefijo -trans, post, meta, neo, para, supra… Y de esta manera, lamentablemente, la confianza de un día se convierte en difidencia al día siguiente.
Confianza y amistad
Afortunado quien tiene un amigo en quien puede confiar, pase lo que pase. Al fin y al cabo, ¿qué es la amistad sino el ámbito de expresión libre de afectos, pensamientos, sentimientos, confidencias y, en definitiva, la manera de ser más auténtica y abierta de cada uno sin otro interés que el del bienestar mutuo? Podríamos decir que la única relación —no consanguínea— donde la confianza prevalece por encima de cualquier otro valor se da en la amistad. Y este rasgo sustancial y distintivo es el que la hace precisamente más deseada y a la vez más difícil de alcanzar.
A menudo lo que se quiere más intensamente también es lo que más cuesta de obtener. Y a mi parecer, esto es así porque solemos equiparar la voluntad con el deseo, como si fueran sinónimos convertibles y, por tanto, significaran básicamente lo mismo. Pero la confianza que se pueda tener en el otro no durará mucho ni irá demasiado lejos si no pasa de ser un mero desiderátum.
Y es en el marco de un vínculo amistoso donde tal vez se hace más patente la voluntad de dar lo mejor de uno mismo (sin miedo a que a uno también le salga lo peor) con palabras, actos, silencios, gestos, actitudes inspiradas en la confianza y veladas por el respeto. Nunca empujados por el simple deseo frívolo de agradar, caer bien, la ilusión pasajera de vivir una aventura emocional, intelectual o sexual con alguien o la necesidad cuando no urgencia de llenar un vacío relacional.
Poner la confianza en la persona equivocada
No son pocos los casos en los que de buena fe se pone la confianza en la persona o personas equivocadas que de entrada se muestran amigables, pero de las que se acaba saliendo escamado, decepcionado, desengañado y hasta traicionado. Individuos que no habían tenido nunca la intención de hacer recíproca la confianza puesta en ellos.
No diré que el mundo va lleno, de esos sujetos y que sólo haya una posible conclusión rotundamente negativa respecto a esta penosa situación: no se puede confiar en nadie. Si fuera así, en pura lógica, todo el mundo sería difidente. Y toda relación intersubjetiva se convertiría en un intercambio de sospechas, recelos y evasivas nutridas por prejuicios y temores infundados, arraigados en una idea no ya pesimista del ser humano, sino de su intrínseca maldad. Y por desgracia, triunfaría el dicho: ‘mal piensa y no errarás’.
Es evidente que una sociedad compuesta de individuos fundamentalmente malévolos se desintegraría a sí misma más pronto que tarde, fuera cual fuera el régimen político bajo el que se rigiera (democrático, autocrático, teocrático, monárquico, tiránico, etc.). No habría lugar para ninguna utopía. Y más que distópica, sería una sociedad ‘cacotópica’ (malo), ‘demonotópica’ (demoníaca), o ‘teratotópica’ (monstruosa).
Voto de confianza en la humanidad
La supervivencia de la especie humana, en un mundo cuanto más va más pequeño y atravesado por viejas y nuevas crisis y conflictos de todo tipo, está más que nunca en juego. Y nuestra extinción una probabilidad lo suficientemente alta si se recurre a falsas salidas y engañosas esperanzas proporcionadas por grupos de poder biotecnológico al servicio y beneficio de una élite de gurus irresponsables que ya se ven viajando por el espacio y viviendo en otros planetas, riéndose de los pobres terráqueos mortales desde su nuevo mundo sideral.
Con todos los respetos por los lectores, yo recomendaría no confiar en estos tipos tan desmesuradamente ambiciosos y arrogantes, ni en sus quiméricos proyectos y planes futuristas. Megalómanos másteres del universo que alucinan polvos estelares.
Estoy seguro de que conservar una sana suspicacia en todos ellos no sería desaconsejable y dudo mucho que perjudicará a nadie que aún confié que la humanidad sabrá sobreponerse a los graves estragos producidos por las crisis presentes, afrontar el futuro con las herramientas correctas y hacer un uso justo, inteligente y equilibrado de los ingenios más tecnológicamente avanzados, sin otorgarse mérito alguno interesado ni excluyendo a los colectivos sociales más desfavorecidos.
A mi criterio, los humanos no nos saldremos de los serios callejones planetarios en los que nos encontramos, a menos que hagamos un voto de confianza realista, intrépido y tenaz en nuestras capacidades de reparar los daños causados a todos los niveles sin causar otros peores.
Josep Just SABATER
Poeta
España
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 117, edición catalana, en enero 2024