Una cultura marcada por la disrupción tecnológica exponencial

Una cultura marcada por la disrupción tecnológica exponencial

«Educar para que los nuevos miembros de la
sociedad sepan apropiarse de lo que ya es
patrimonio de la humanidad, en bien
de todos y solidariamente.»
Imagen de This_is_Engineering en Pixabay

El siglo XXI está marcando el inicio de una era que ya no se puede llamar posmoderna. Es una cultura digital, posibilitada por la enorme capacidad de procesamiento de los microchips, la convergencia de todo tipo de contenidos en soportes digitales, la multiplicación exponencial de los datos recogidos, la distribución en una red global de interconexiones. La aceleración es vertiginosa. Y este proceso no es domesticable; los focos de innovación son innumerables, y nadie los puede controlar o disciplinar, ya que son como un rebaño de búfalos desbocados.

La época anterior —llamada por muchos como la de la Guerra Fría— que va del año 1945 al 2000, ha sido una de las más esplendorosas en cuanto a ausencia de guerras totales en Europa, equilibrios políticos y más crecimiento estable de las clases medias y de la investigación científica y tecnológica. También han crecido las clases medias en los llamados ‘países emergentes’, aunque sigan existiendo terribles desigualdades en la distribución de la riqueza.

Esta larga bonanza ha comportado mucho desarrollo a la humanidad, pero también nuevos problemas y desafíos, fruto de nuestra manera de estar en el mundo, ofreciendo nuevas miradas y perspectivas que permiten analizar las cosmovisiones.

¿Qué son las tecnologías disruptivas?

Una tecnología disruptiva es cualquier innovación que cambie drásticamente la manera en que se comportan los ciudadanos, las organizaciones, empresas e industrias. Y en el caso de las más radicales, también cambian las relaciones interpersonales, los trabajos, los rituales de la vida social. No es un cambio incremental, sino cualitativo; quedan obsoletos muchos procedimientos, rutinas y enfoques de la fase anterior.

Cuando se desarrollan por primera vez, las tecnologías disruptivas a menudo crean un nuevo mercado y establecen su propia red de valores. Sus creadores no siempre son conscientes de estos valores vehiculados a través de las tecnologías.

Algunas de las tecnologías disruptivas que estamos presenciando son:

  • La Inteligencia Artificial Generativa (ChatGPT4), que realiza algunas de las tareas consideradas hasta ahora ‘exclusivamente humanas’, como producir textos, imágenes y vídeos siguiendo instrucciones, responder coherentemente a instrucciones y preguntas, sintetizar contenidos, modificar las respuestas según el acierto de las anteriores…
  • La tecnología Blockchain (cadena de bloques) para descentralizar actividades que antes estaban centralizadas, por ejemplo, en los Bancos. Esto eliminará la mediación de instituciones imprescindibles.
  • La computación cuántica, que permitirá el procesamiento exponencial de datos.
«Toda tecnología tiene sesgos éticos: la crean seres humanos a base de
unos criterios de valor, usualmente utilitarios y de eficacia. También
a veces para el bien común. Otras veces, directamente orientados a la
obtención de beneficios económicos sin atender a las consecuencias
en las personas.» Imagen de photoAC en Pixabay

En estos tres casos se reconfiguran millones de puestos de trabajo, se valoran más unas capacidades que otras, se resitúa en poco tiempo el valor de las empresas y se rediseñan los procesos productivos, de aprendizaje, se pueden generar contenidos de apariencia auténtica que sean completamente falsos, etc.

Pero el corazón humano sigue siendo el mismo de hace siglos. Cada persona, cada generación, decide cómo utilizar los recursos naturales y ‘artificiales’ respecto a sí misma y al prójimo.

Toda tecnología da posibilidades. En este sentido, ‘poder’. Y su carencia supone límites y desventajas para quienes no la tienen. No en vano hablamos de la brecha digital, que marca drásticamente la posibilidad de participar en el diálogo social global o quedar fuera.

¿Una ética de la tecnología?

Antes de responder esta pregunta, deseo proponer algunas afirmaciones que a mi entender no hay que olvidar:

  • Crear tecnología es ‘natural’ al ser humano. Un ordenador es natural en el mundo humano. Puede sonar a paradoja, pero es resultado de una característica esencial del homo sapiens (homo faber): que transforma las cosas para crearse un entorno más confortable. Es connatural al ser humano construir instrumentos cada vez más sofisticados que le faciliten la vida. Todo lo llamado ‘artificial’ lo es en el sentido de que no está en la naturaleza intocada por el hombre, pero no debería significar algo ajeno a quien justamente lo creó.
  • Además, las sucesivas capas de éxitos tecnológicos se vuelven ‘transparentes’ para quienes las usan. Ahora nos parece normal leer palabras y escribirlas; tener luz eléctrica y agua en nuestras viviendas; trasladarnos en automóviles, trenes o aviones; hablar con personas que están al otro lado de la Tierra. Eso ya para nosotros es natural.
  • La ética no radica en la tecnología. Las opciones éticas son irremediablemente humanas.
  • Toda tecnología tiene sesgos éticos: la crean seres humanos a base de unos criterios de valor, usualmente utilitarios y de eficacia. También a veces para el bien común. Otras veces, directamente orientados a la obtención de beneficios económicos sin atender a las consecuencias en las personas (como los algoritmos en las redes sociales) o en los más destructivos, enfocados a la guerra.
  • Por eso los desafíos éticos no deben colocarse en los artefactos, ni siquiera en los más sofisticados como ChatGPT4 o el ordenador cuántico. Todo se juega en el corazón humano. Es la persona quien diseña, quien decide, quien asume su responsabilidad o se esconde detrás de la tecnología para evitar problemas.
  • Todos vemos que, para impulsar una ética global en el campo tecnológico, la educación es clave. Educar para que los nuevos miembros de la sociedad sepan apropiarse de lo que ya es patrimonio de la humanidad, en bien de todos y solidariamente.
  • Pero ninguna educación garantiza que la persona, libremente, quiera trabajar por el bien común o aportar algo. Es una decisión libre.
«Que todos los jóvenes aprendan a reconocerse
en la humanidad común.» Imagen de Bishnu Sarangi en Pixabay

La solución, a mi entender, no radica en poner freno a la evolución tecnológica, que es completamente ingobernable por ningún poder o centro coordinador, sino entendiendo que todo se juega en el corazón humano y en la gestión de una convivencia cada vez más compleja que no admite soluciones simplistas. Siempre la persona en el centro, pero sabiendo que las personas podemos enloquecer cuando accedemos a algunas cuotas de poder. Y las tecnologías de que se dispone en este momento, pueden ser evidentemente un enorme instrumento de poder.

Por ello propongo varias acciones complementarias:

  • Una decisión social (organizaciones mundiales, gobiernos, empresas) para garantizar universalmente el acceso a las tecnologías que signifiquen avances en la convivencia humana.
  • Legislaciones actualizadas y mucho más ágiles para evolucionar, evitando el predominio de los poderosos. Legislaciones a escalas locales, regionales y, sobre todo, globales.
  • Favorecer a todos los niveles el ejercicio del silencio, el aquietamiento, la reflexión. Este es el punto de partida, aunque no lo garantice, de un crecimiento auténtico de la solidaridad y de la empatía.
  • Impulsar procesos educativos formales e informales —escuelas, mensajes en los medios de comunicación, cine, series de televisión y redes sociales—, en los que se difunda el valor central de las personas, el respeto y el servicio al bien común.
  • Desmontar los mitos de que la felicidad está en el éxito, en dejar atrás a los demás, la competitividad, etc.
  • Dotar a las nuevas generaciones de los saberes necesarios y el pensamiento crítico para que sean señoras y no esclavas de la tecnología.
«Cada persona, cada generación, decide cómo utilizar los
recursos naturales y ‘artificiales’ respecto a sí misma
y al prójimo.» Imagen de Vilkasss en Pixabay

En este sentido, el filósofo Edgar Morin ya proponía en el año 2000 Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Visto que la humanidad dejó de ser una noción abstracta para convertirse en algo concreto y cercano, con interacciones y compromisos a escala terrestre, Morin plantea siete líneas de saber, también necesarias en este contexto de las cosmovisiones.

  1. Una educación que cure la ceguera del conocimiento, ya que todo conocimiento comporta el riesgo del error y de la ilusión.
  2. Una educación que garantice el conocimiento pertinente: enseñar a discernir, atendiendo lo general y lo particular.
  3. Que todos los jóvenes aprendan a reconocerse en la humanidad común.
  4. Enseñar la perspectiva planetaria, con la Tierra como primera patria.
  5. Enseñar a navegar en el mar de la incertidumbre con pocos núcleos de certeza.
  6. Enseñar la comprensión interpersonal y grupal sin egoísmo, etnocentrismo, ni sociocentrismo.
  7. Enseñar la democracia implica consensos y aceptación de diversidades y antagonismos.

Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga y doctora en comunicación
Madrid
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 119, edición catalana

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