Hoy en día, muchas personas trabajan sin descanso, pero aun así no logran alcanzar una vida digna. Mientras tanto, hay quienes acumulan recursos muy por encima de sus necesidades. El trabajo no debería entenderse únicamente como una fuente de ingresos; es también una forma de contribuir a la sociedad, de desarrollarse como persona y de encontrar un propósito.
En un contexto como el actual, de transformaciones tecnológicas aceleradas, cambios económicos globales y nuevas dinámicas laborales, surge una pregunta clave: ¿qué tipo de humanidad estamos promoviendo a través del trabajo?
Históricamente, el trabajo ha sido parte esencial de nuestra identidad. La clásica pregunta “¿a qué te dedicas?” sigue siendo una de las primeras que hacemos al conocer a una persona. Sin embargo, hoy muchas personas manifiestan que ya no encuentran sentido a su labor diaria. Lo que antes era una vocación o un oficio con propósito, muchas veces se ha reducido a tareas mecánicas y despersonalizadas.

entramos en una dinámica que deshumaniza.»
Imagen de Hartono Subagio en Pixabay
Es fundamental recordar que el trabajo debe ir de la mano de una distribución justa de la riqueza. No es ético que algunos disfruten de abundancia mientras otros, pese a su esfuerzo, no alcanzan las condiciones básicas de bienestar. El trabajo no solo debe generar bienes y servicios, sino también relaciones humanas, comunidad y cohesión social.
Diversos pensadores coinciden en que el trabajo cobra verdadero sentido cuando está alineado con nuestros valores y repercute en el bien común. Sin embargo, la lógica dominante parece ser la del hacer por hacer: productividad constante, inmediatez, falta de pausa. En muchos entornos, la hiperconectividad ha reemplazado la autonomía: correos, aplicaciones y reuniones constantes impiden una gestión saludable del tiempo.
Esto afecta directamente a la dignidad laboral. Ser tratados con respeto, contar con espacios de participación, ser escuchados: todo eso forma parte del trato digno. No somos solo un rol o una métrica. El enfoque humanista nos recuerda que la dignidad debe ser el pilar de cualquier cultura organizacional.
Vivimos una paradoja: nunca trabajamos tanto y, sin embargo, nunca estuvimos tan cansados. La presión por rendir, la falta de límites claros y la desconexión emocional están generando altos niveles de agotamiento, ansiedad y malestar. Hablar de salud mental en el trabajo ya no es opcional: es urgente. Cuando las personas sienten que su valor depende exclusivamente de su productividad, entramos en una dinámica que deshumaniza.
El trabajo también fue, durante mucho tiempo, un espacio de encuentro: compañeros, conversaciones informales, sentido de pertenencia. Con el auge del trabajo remoto y la individualización de las tareas, muchos viven el aislamiento como una constante. Y esto es un problema real, porque las personas necesitamos vínculos para desarrollarnos plenamente. Competir constantemente y enfocarse solo en el resultado individual debilita el tejido social dentro de las organizaciones. Por eso, hoy más que nunca, se vuelve fundamental promover culturas donde la colaboración, el cuidado y la empatía tengan un lugar central.
La desigualdad laboral también se ha hecho más visible. Mujeres, jóvenes, personas mayores, migrantes o trabajadores informales muchas veces quedan excluidos o subrepresentados. Desde el RE nos preguntamos: ¿estamos construyendo un entorno laboral que incluya o excluyente? ¿Estamos prestando atención al sufrimiento de quienes no encajan en la lógica de la eficiencia?
Rehumanizar el trabajo implica recuperar su sentido más profundo. Significa poner la vida por encima del rendimiento, y a las personas por encima de los procesos. Esto requiere:
- Reflexionar sobre el sentido del trabajo más allá de la remuneración.
- Crear entornos que cuiden la salud emocional y el bienestar integral.
- Fomentar relaciones laborales basadas en el respeto, la empatía y la colaboración.
- Asegurar condiciones laborales justas para todos, especialmente para quienes enfrentan mayores dificultades.
No se trata solo de implementar nuevas políticas o mejorar indicadores. Se trata de impulsar un cambio cultural, de una revolución ética, que vuelva a situar a la persona —con su dignidad, sus sueños, su fragilidad— en el centro de toda lógica organizativa y económica.
Porque, en definitiva, el trabajo no define solo lo que hacemos, sino también en quiénes nos convertimos. Y esa reflexión, tanto personal como colectiva, debería guiar nuestras decisiones si realmente queremos construir un futuro más justo, humano y sostenible.
Mayo del 2025