El miedo es una experiencia humana que condiciona nuestro actuar. No necesariamente lo determina, puesto que podemos intervenir efectivamente sobre ese sentimiento, sobre esa emoción. Sin embargo, para ser capaces de hacerlo, es preciso que reconozcamos con nitidez su existencia y la fuerza —mayor o menor— que tiene sobre nosotros.
Identificar nuestros miedos, acotarlos y verbalizarlos son los primeros pasos que dan lugar a un proceso de liberación en nuestra vida. Porque los miedos son condicionantes, especialmente, de la libertad del ser humano.
Hay factores que engrandecen los miedos que sentimos. El silencio, vergonzoso y vergonzante, nos hace vivir como extraordinario lo que, a menudo, es de lo más común para muchas otras personas. Cuando escuchamos el consolador «a mí también me pasa», eso que nos mantiene atemorizados se rebaja de intensidad. Tal vez no llega a desaparecer, pero la asociación miedo-vergüenza se rompe, incluso llegamos a sonreírnos juntos de ello. La explicitación de lo que sentimos nos libera del silencio vergonzoso que nos hace considerarnos débiles o cobardes. Lejos de ello, ser capaces de reconocer lo que tememos es gesto de valentía y disposición corajosa para incidir sobre ello.
En cambio, cuando ante el esfuerzo de superación realizado, lo que recibimos es un silencio vergonzante que nos devuelve un eco que interpretamos como menosprecio, nuestra angustia aumenta, y regresamos nuestros temores a lo más recóndito, habiendo reconfirmado que nadie puede comprender ni admitir lo que nos sucede. El efecto es el inmovilismo.
Claro que todavía puede ser peor; en ocasiones, lo que nos devuelven no es silencio sino risas burlonas. Nuestros miedos entonces no solo se engrandecen, sino que se expanden a otras áreas de la persona. La ridiculización genera una inseguridad mucho mayor que la que sufríamos con respecto de nuestro modo de ser.
Asimismo, la culpabilización por lo que sentimos, por no ser capaces de superarlo o, al menos, de manejarlo mejor es otro de los factores que engrandecen nuestros miedos. Hay cierto orgullo en el «si quieres, puedes». Si queremos, ciertamente, estamos en mejor posición para actuar sobre lo que sea, pero todo no es posible. En tanto que seres limitados, a veces las cosas no pueden ser diferentes. Por eso, no siempre es apropiado hablar de «superar» los miedos; en ocasiones tendremos que admitir que no podemos vencerlos ni dejar atrás por completo. Aunque sí podemos siempre mejorar nuestra posición al respecto, y ahí sí tenemos una responsabilidad en aras a una menor afectación y una mayor madurez humana.
La aceptación es la dinámica efectiva para que se produzcan cambios en el ser. El empeño en resistir ante ciertas experiencias las fortalece, en lugar de transformarlas. La metamorfosis se produce por la vía de la integración de los miedos que sentimos en el diálogo conciliador entre lo que nos pasa y la voluntad para incidir sobre ello. En cambio, la inflexibilidad, la confrontación, son procesos destructores que no nos llevarán a reconducir nada. Luchar contra nosotros mismos es autodestructivo, agota las energías y, además, suele ser inútil. De ahí que convenga entrar en una dinámica de crecimiento respetuoso fundamentado en la aceptación de lo que somos y de lo que nos pasa, solo así podemos avanzar hacia la plenitud anhelada. Cierta disciplina a la hora de trabajar nuestros miedos nos ayudará, pero sin que conlleve violencia con nuestro ser.
Por eso es fundamental identificar nuestros temores: nos sorprenderemos al constatar que, a menudo, no son más que meros fantasmas. Y ahí sí podemos intervenir. Cuando sabemos a qué tenemos miedo, distinguimos si hay motivo razonable para ello, si se trata de alguna reacción de nuestra psicología, emocionalidad, etc. a experiencias vividas. En esos casos estamos en tesitura de gestionar sus efectos. El problema está en el miedo difuso que no sabemos por dónde agarrar; por eso es crucial detenerse para pensar seriamente sobre qué nos pasa. En el momento en que lo hayamos logrado nombrar, su efecto sobre nosotros ya habrá disminuido considerablemente, y además así podremos decidir, con lucidez, si podemos hacer algo y cómo hacerlo, incluyendo el consultar a los debidos especialistas. Aun y así, humildemente tenemos que reconocer que nos pasan cosas de las que no sabemos ni podemos saber el porqué. Asumirlo es un modo de firmar la paz con nuestra limitación y, al menos, manejarnos su efecto sobre nosotros.
Claro que el horizonte deseable es liberarnos de nuestros miedos en todo lo posible; porque ello nos dará una paz casi constituyente, plataforma de relaciones deliciosas. Pero siempre desde la humildad del reconocimiento de todo aquello en lo que tenemos que crecer, de lo que no somos capaces de cambiar, o de aquellas cicatrices que adornan nuestro ser y que no son sino las huellas de haber vivido: limitadamente, cómo no, pero vivido al fin y al cabo.