Por Olga CUBIDES. Aunque movimientos migratorios ha habido en toda la historia de la humanidad y mezcla entre culturas de diverso origen, también, no hay duda de que el mestizaje a escala planetaria –como asegura el historiador francés Serge Gruzinski– se inicia con la conquista ibérica de América en el siglo xvi. Y hoy en día esta realidad, junto con la aceleración del avance tecnológico y la tan en boga globalización, es uno de los signos inequívocos que caracterizan el siglo que comienza.
El universalismo de la interculturalidad contemporánea tiene dos vías: es planetario por la magnitud y diversidad de los movimientos migratorios y las mezclas que se están produciendo y es también universal por lo de espíritu y mente abiertos que nos exige a todos. Ya no somos nosotros solos en una burbuja de realidad, somos una amalgama de realidades, que han dado lugar a una verdadera mezcla planetaria.
Pero no sólo se trata de la mezcla consanguínea que se produce en uniones de personas de diferentes culturas; hay otra mezcla mucho más sutil e imperceptible: una hibridación de costumbres, maneras de ver el mundo, estilos, ideas, etc. Hibridación que no se puede detener. Nuestro planeta ya es mestizo: Alemania tiene ocho millones de inmigrantes (el 8 % del total de población), Francia tiene cuatro millones de musulmanes, trenta y seis millones de personas hablan castellano en Estados Unidos y la música más popular en Francia actualmente son los ritmos mestizos «francoafricanos».
El fenómeno de mezcla de culturas, razas, costumbres, es hoy una realidad que se repite en los Estados Unidos y en toda la Europa contemporánea, porque –como asegura Gruzinski– el mestizaje no es el fruto de una decisión política ni científica; es el efecto de la curiosidad humana y del afán del hombre por progresar. Incluso puede decirse que es lo biológicamente natural pues está demostrado científicamente que las especies que no se mezclan tienden a degradarse o extinguirse.
Esta «integración» comporta construir un nuevo nos-otros –como asegura el eurodiputado, Fode Sylla–, porque la presencia del otro (del que es diferente) interpela mi existencia, al mismo tiempo que la explica porque no sería posible definirla sin la presencia de los otros. La alteridad es el complemento necesario de la identidad: somos quienes somos en función de lo que no somos, dice el politólogo Giovanni Sartori.
Semejantes
Este proceso de interculturación nos debe llevar a reconocer que la personas son mucho más que sus coordenadas culturales; cada persona es al mismo tiempo, paradójicamente, un ser único e irrepetible y también un ser semejante a sus semejantes. No hay contradicción: cada uno de nosotros es un yo irrepetible, que, a su vez, es muy semejante a los otros seres humanos.
Cada persona, qué duda cabe, tiene en su interior aquel misterio personal, aquel hálito particular, que lo hace irrepetible, y, a la vez, en lo profundo, tiene una serie de características semejantes a las de los otros. En lo profundo, en lo esencial, probablemente en lo más íntimo y más humano, la personas nos parecemos más de lo que la misma cultura, las tradiciones, la educación o la economía nos han querido hacer ver. Siendo tan iguales en lo fundamental queremos hacernos ver muy diferentes en lo circunstancial.
En cada uno de nosotros y de los otros hay un ser vivo, un ser que es hermano –porque, como yo, existe–, y que es como yo, por encima de lo accidental. Los niños, con su indiferencia a la diferencia, entienden bien esto. Quizás es mejor ser «niños» en la aceptación de los otros.
La transformación hacia una sociedad mestiza y pluricultural es uno de los mayores retos de las sociedades contemporáneas que probablemente nos exija tolerar positivamente; es decir, no ser indiferente ni ignorar al otro, sino aceptarlo generosa y solidariamente. En este proceso intercultural también será necesaria una pedagogía para aprender a buscar más aquellas cosas que nos unen, que nos identifican, que nos acercan; que aquellas que nos separan o distancian.
Las sociedades que rechacen el mestizaje, que quieran ser monocromáticas y decidan guardar celosamente su identidad, se convertirán en piezas de museo ancladas en el pasado. El futuro ya no es otro que el de la diversidad. Por ello se trata de construir un nuevo nosotros, en el que tú y yo –a pesar de o gracias a nuestras diferencias– podamos restituir un espacio para el diálogo y el encuentro en el que la vida, la integración y un futuro pluricultural sean posibles.
Sin despreciar la grandeza humana, somos diminutos en la escala del universo: donde el planeta Tierra es sólo uno de los elementos de la Vía Láctea: no somos más que pequeñas estrellas, flashes de luz, cuya misión debería ser iluminar, de la mejor manera que sea posible, a los otros flashes, para que puedan hacer la «mejor foto» de sus cortas existencias.
Olga CUBIDES
Periodista colombiana
Barcelona