Por Francesc TORRALBA ROSELLÓ. La superación de los resentimientos absurdos es la condición de posibilidad para vivir una existencia gratificante, porque los resentimientos envenenan el alma y abren fisuras entre las personas y los pueblos.
Donde hay resentimientos, la vida se torna dificultosa y pesada y el mundo se convierte en una gran carga. Es pesado experimentar resentimiento, porque no sólo es una emoción negativa que afecta individualmente, sino que también afecta al nivel de las relaciones sociales. Es indeseable permanecer al lado de alguien cargado de resentimientos, porque rezuma este malestar más allá de su piel y lo tiñe todo de gris. Quien logra liberarse de los resentimientos, se siente mental y emocionalmente más ágil, deja que la corriente de pensamientos y emociones fluya libremente como un río y la mente deja de fijarse obsesivamente en un punto del pasado. Es más libre, vive con más agilidad. Liberarse de los resentimientos es como sacarse un peso de encima, casi es renacer.
Sin embargo, los resentimientos no son una fatalidad, ni una fuerza mayor que subyugue al ser humano. Tenemos capacidad, gracias a la voluntad y a la razón, de plantarles cara, de sobreponernos y liberarnos de ellos, de analizar su inconsistencia y sus consecuencias y, movidos por la fuerza de la voluntad, extirparlos de la conciencia. Pero es necesaria la energía vital. La debilidad de la voluntad o la dejadez es un grave obstáculo para superarlos. La fuerza se hace necesaria. No es éste un trabajo sencillo, pero vale la pena esforzarse, porque lo que está en juego es, ni más ni menos, la tranquilidad del alma (tranquillitas animae), un noble y antiguo ideal estoico. Es gratificante vivir con personas reconciliadas, que han sanado sus propias heridas y se han desprendido de esta toxina espiritual.
¿Qué es lo que hace que la existencia sea gratificante? La liberación de los resentimientos es la condición mínima para vivir la propia existencia como un bien, pero también son necesarias otras condiciones: ser conscientes del hecho de existir, sentirse profundamente amado y practicar activamente la receptividad. Pero vayamos por partes.
La palabra gratificante es rica en significados. Se asocia a placentero, agradable, a algo que suscita bienestar, gozo. Es gratificante, por ejemplo, una buena comida, acompañada de una sobremesa distendida; es gratificante sentirse amado, ser reconocido; también lo es vivir en un mundo bello, harmonioso y unitario. Es gratificante ver que el propio trabajo da frutos, que el esfuerzo ha dado resultados, que el sudor y la dedicación no han sido en vano.
Recoger los frutos de la siembra es gratificante, pero también lo es saborear los dones que generosamente nos han sido regalados. Pero para saborearlos, es necesario ser receptivos, estar atento a todo lo que se nos ofrece, se nos manifiesta en la propia existencia sin esperarlo, sin merecerlo.
Es la percepción subjetiva del don lo que hace que la existencia sea gratificante. El don, siguiendo al filósofo francés Jean-Luc Marion, es aquello que nos es ofrecido generosamente, que recibimos de la naturaleza, de los demás, de las instituciones, de los creadores, de los educadores y maestros que hemos tenido. Es la gratuidad del ser lo que hace gratificante a la existencia. No hemos hecho nada, para que el mundo sea, ni tampoco para que sea como es. Sencillamente es y nos ofrece, gratuitamente, lo que hay en él. Es gratificante recibir dones, gozar del talento ajeno, vivir en un mundo que se nos ofrece sin tacañería. Pero hay que saber percibirlo, darse cuenta. Esto es la autoconciencia.
Es gratificante dejarse acariciar por el sol en invierno, pero también lo es dejarse mojar por la lluvia en otoño. Todo esto nos ha sido dado; no hemos hecho ningún mérito para tenerlo, pero sólo quién es capaz de reconocerlo vive una existencia gratificante. Los hay que ven siempre lo que falta, lo que no está hecho, lo que le han quitado, lo que no le han reconocido, lo que los demás tienen sin merecerlo; pero es incapaz de percibir todo lo que le ha sido dado desde su nacimiento.
La propia existencia es un don, porque nadie ha hecho méritos para existir. Se ha encontrado existiendo, al menos por un periodo de tiempo y esto nos abre a una infinidad de posibilidades. También es un don su cuerpo, su mente, su voluntad, su memoria, su inteligencia. Todo le ha sido dado.
La envidia existencial, que es tan nociva espiritualmente como el resentimiento, nos conduce a anhelar lo que el otro es y a malgastar e ignorar los propios dones, los talentos recibidos, la concreción de riqueza que hay en nuestro propio ser. Sólo el que es receptivo a los propios dones, entiende que el mundo es gratificante. Sólo quien se siente amado por lo que es y no por lo que tiene o representa, vive su existencia como gratificante. Pero es necesario despertar esta conciencia y, en esta labor, los educadores tienen una responsabilidad especial.
Es gratificante el mundo cuando se percibe como un don, como una ofrenda dada gratuitamente: la propia existencia, pero también la de los demás; el pájaro, el mar, la nieve. La responsabilidad es una llamada interior que nace precisamente, de la conciencia del mundo como un don, como una realidad que no pertenece al género humano, como un bien en sí mismo y que es necesario preservar para las generaciones futuras.
Deseamos un mundo en paz, pero también un mundo en el que sea gratificante nacer, crecer y morir. Esto no depende únicamente del marco escénico, sino también del tipo de interacciones que tengan lugar. Es gratificante vivir en un espacio natural virgen, en un entorno paisajísticamente bello, es agradable a los ojos, a los oídos y al olfato, pero lo que hace de veras gratificante ser en el mundo, y más concretamente en una casa, en una institución, en un lugar de trabajo, es la calidad de las relaciones que hay en su interior.
El ser humano, en la medida que es capaz de amar y generar relaciones de benevolencia y de calidad con sus semejantes, tiene también la capacidad de hacer del mundo un todo gratificante. De nosotros depende que los demás perciban su existencia como algo gratificante.
Si somos capaces de cultivar nuestra receptividad y darnos cuenta de lo que nos ha sido regalado gratuitamente, empezando por la propia existencia, comprenderemos que el mundo es gratificante, aunque a veces, nos obstinemos en ver sólo lo que nos falta.
Francesc TORRALBA ROSSELLÓ
Doctor en Filosofía
Barcelona