Resituarnos: tiempos y espacios reales
Son frecuentes las voces que se lamentan por cuestiones relacionadas con el espacio y el tiempo. Seguramente, en ciertas ocasiones, también las nuestras —colaboradores y lectores de RE— se cuentan entre ellas. Aun a riesgo de generalizar en demasía, las relativas al tiempo, qué duda cabe que se centran en la angustia por sentir que nos faltan horas, la premura, el trabajo pendiente, el caos de nuestras agendas, el final de la vida… Por su parte, las relativas al espacio oscilan entre la dificultad de acceder a un espacio propio por la carestía de la vivienda y el sentimiento personal de necesidad de un espacio personal de privacidad, preservado de la injerencia de otros, o de espacios apropiados para experiencias y vivencias humanas concretas.
Vivimos en espacio y tiempo, pero no debemos confundirnos: no son iguales. El espacio es algo que «está ahí», es el mismo; lo tenemos todo a la vez y nos queda irlo administrando, distribuyendo, etc. En cambio, hablando de una misma dimensión de tiempo, distintas personas se refieren a diversas cantidades de tiempo; además, el tiempo no lo tenemos todo a la vez, sino que se va dando. Hay palabras que pueden llevarnos a engaño. Por ejemplo, utilizamos «d-espacio» para hablar de algo temporal. Es inadecuado transponer los criterios del espacio al tiempo, y viceversa.
El manejo con holgura de tiempos y espacios, es una —casi— paradójica respuesta efectiva a tantos quebraderos de cabeza provocados por la supuesta escasez. Se trata de señorear ambas cosas, es decir, de manejarlas con elegancia, de vivirlas con libertad. No necesitamos la absolutez ni del uno ni del otro. Con un tiempo limitado y un espacio concreto podemos, en realidad, actuar mucho más congruentemente. La mayor parte de nuestros problemas derivan de la disociación entre nuestro ser limitado y nuestro comportamiento como si no lo fuéramos. Ahí se produce el cortocircuito.
Es urgente que hagamos una inversión que, sin ninguna duda, nos aportará valiosos beneficios. En lo primero que tenemos que invertir es en tiempos y espacios en los que paladear, decantar, reposar, madurar, orientar nuestra vida. Cuando un caballo va desbocado, galopando a toda prisa en una dirección, en realidad no sabe adónde va. Su jinete no puede hacer otra cosa que intentar mantenerse en la silla sin caerse. ¡Qué diferente del trote placentero que permite disfrutar el camino, alternando los distintos andares según convenga y se desee! Quien quiere vivir el futuro, pasa la vida galopando. Y no. Hay que saber vivir la alegría de vivir la vida. Entonces el tiempo dura todo su tiempo; es como si este pasara por el alma, deslizándose, dejándose saborear y convirtiéndose en base de felicidad. Quien así sabe vivir, detecta cuándo es realmente preciso actuar deprisa.
Algo así es lo que experimentan tantos caminantes que recorren sendas por todo el mundo. Esos peregrinos saben que ese no es un trozo de vida más, un segmento de tiempo igual que los otros, no. Es un tiempo, una vida, unas acciones, relaciones, incluso unos espacios que son significativos. Quien decide salir a hacer camino, separa un tiempo y elige un espacio para ese menester. Este ámbito personal es tan fundamental para la construcción y armonía del propio ser que verse privado de ello es como si nos faltara el aire para respirar o el agua para nuestra sed. Su falta provoca un resentimiento más o menos consciente o explícito contra quienes nos privan de algo tan vital. Los hogares, así como las escuelas, universidades y los mismos lugares de trabajo, deberían contemplar en sus instalaciones la existencia de lugares apropiados para esos momentos de soledad y silencio personales. Unos deben respetar a otros ese tiempo y ese espacio cuyos beneficios redundarán en bien de todos.
Por eso fracasan tantos matrimonios. Por eso se corrompen tanto las relaciones de padres y de hijos, así como entre hermanos, o amigos cuando conviven: no se respetan mutuamente en este punto. La maduración de un ser humano es lenta, por eso conviene proveer de espacios para su crecimiento cuanto antes. Son los ámbitos apropiados para la creatividad y el desarrollo de la libertad.
La segunda inversión, tan o más atrevida, si cabe, es la dirigida a fomentar los tiempos y espacios de fiesta, de fiesta de verdad. Tenemos derecho —y hasta deber— a tener un espacio-tiempo diario para el goce en su expresión más pura, para el afecto. Como reza aquella canción, «para la ternura siempre hay tiempo». Hay que ofrecer y dedicar espacios y tiempos para que la gente prepare a su gusto cada fiesta pues en la preparación comienza ya la fiesta si se quiere que esta resulte viva y auténtica. Si de la inversión anterior ganamos madurez y orientación, de esta obtenemos energía a mansalva.
La prudencia, aunque parezca sorprendente, es la que nos aconseja que aumentemos nuestros fondos de inversión en estos aspectos. Por lo pronto, porque parece que nuestro capital se está quedando en número rojos…
RE n. 65, Julio 2007