Vaya por delante que el título de este artículo no va teñido de optimismo. Más bien se trata de ese realismo que mira la cara más fea de la vida porque también forma parte de ella.
«Los hombres normales no saben que todo es posible». Con esta frase de David Rousset, Hannah Arendt enmarcó el tercer volumen de su obra Los orígenes del totalitarismo. Y tal vez no encontremos expresión más certera para calificar esa especie de incredulidad que nos embarga al oír ciertas noticias en los medios de comunicación. No deja de resultar sorprendente que la descripción de una barbarie ocurrida hace décadas, pueda trasladarse con gran adecuación a otra que salta a la luz años después.
El delirio ideológico de los dirigentes totalitarios llevó a estos a experiencias que, tal vez la imaginación humana podía haber esbozado, pero que, ciertamente, la actividad humana no había llegado a realizar. Arendt afirma que del «todo está permitido» nihilista se pasa al «todo es posible» totalitario. Lo que se rebela contra el sentido común no es el principio nihilista, sino el «todo es posible» que «la gente normal» no acepta. Porque intentamos comprender elementos que superan nuestra capacidad de comprensión. Intentamos clasificar como criminal algo para lo que no había sido concebida tal categoría que, de hecho, se le queda pequeña.
La sensación de incomprensión, de impotencia ante lo que nos parece imposible, nos desarma ante esa realidad y casi nos ganan la partida cuando, por considerarlo absurdo, nos enredams en discusiones fútiles y mermamos nuestra atención hacia eso hechos, con una escondida convicción de que eso nunca puede pasar a nuestro alrededor: eso solo lo usan los medios de comunicación para dar titulares, eso solo pasa en las películas…
Pero sí pasa. Y en todas partes.
El hombre como sujeto capaz de hacer el mal posee una fuerza que no puede menospreciarse. Sin ser tremendistas, sí hay que ser sagaces al detectar en nuestra sociedad elementos que potencian esa capacidad de mal inherente a la condición humana. Como cuenta el relato, el ser humano tiene dos lobos dentro de sí y vencerá aquel a quien alimentemos mejor. Nuestra capacidad de bien y nuestra capacidad de mal no son ajenas a lo que hagamos con respecto a ellas.
El realismo —y la lucidez que comporta— es, posiblemente, uno de los mayores enemigos que puede tener toda ideología que atente contra la dignidad humana. El respeto hacia esta implica el reconocimiento de sus semejantes, algo que dichas ideologías no pueden tolerar, puesto que rompe los fundamentos de su estructura. Una sociedad de seres humanos ajenos los unos a los otros, favorece la gestación de actitudes y acciones delirantes que agreden directamente a la persona y su dignidad. Una sociedad de personas fundamentada en la fraternidad existencial se vacuna, al menos, contra ciertas maldades.
No caigamos en la ingenuidad de pensar que ciertas cosas «no son posibles». Demasiados seres humanos de este mundo —reales— están sufriendo porque nuestra lógica —ideal— no da crédito a lo ve y oye, y eso nos hace quedarnos quietos. Mientras nos preguntamos si eso es posible, millones de personas sufren irreparablemente.
Natàlia PLÁ
Acompañante filosófica
Febrero de 2020