La fecha, no la recordamos exactamente. Sólo sabemos que fue un día de agosto, hace unos diez años, cuando llegamos a la Casa Nacional del Niño a entregarle un regalo a algún pequeño desconocido y que fuera un gesto anónimo.
Una mañana de domingo, guiados por un misterioso GPS, partimos. Sólo queríamos dejar el regalo con algún encargado de esta Casa para niños sin hogar. Queríamos que fuera un gesto para luego irnos a almorzar a un restaurant. Craso error.
La encargada del lugar sentenció que nos quedáramos ahí, que nuestro regalo tendría un destinatario conocido y que seríamos nosotros en persona quienes lo entregaríamos. A los minutos apareció uno de esos locos bajitos, bien peinado, oliendo a colonia inglesa que nos dedicó la sonrisa más linda y de paso nos desarmó con tan sólo un cantarín HOLA, en esa Casa grande y llena de niños, conocimos a Joshua.
Le entregamos su regalo creyendo que lo haríamos inmensamente feliz, nuevamente estábamos equivocados.
El camioncito envuelto dentro del papel era lo que menos le importaba, nos pedía: “no rompan el papel, no rompan el papel”, suplicaba Joshua mientras, con mucho cuidado, tratábamos de complacer su inexplicable petición.
Sacamos el camión y tardamos dos minutos en ponernos a su altura y jugar con él haciendo rodar el juguete por las frías baldosas de la recepción, mientras Joshua guardaba meticulosamente el papel de regalo en un bolsillo.
Después entendimos que al final del día, el papel del regalo sería lo único verdaderamente suyo, porque el juguete, irremediablemente debería ir a parar a un gran canasto común para que todos los niños de la Casa Nacional jugaran con él.
Creo que Dios habló a través de Joshua, que significa Jesús en inglés (¿coincidencia?) y nos entregó, sin saberlo, el mejor regalo que dos personas que se aman pueden recibir. Ese día ambos sentimos que nuestro gran amor debía multiplicarse y fue así como a poco andar de haber vivido esta experiencia comenzamos el camino de convertirnos en padres adoptivos. ¡Anhelábamos ser casa para trasformar y multiplicar los que sentimos con ese “HOLA”; ser papel que envuelve, que sostiene, abarca, expande y contiene.
Por mucho tiempo la cara de Joshua estuvo en todas partes. Como buenos periodistas averiguamos su vida y descubrimos que ya estaba en un proceso de adopción por un matrimonio italiano. Por tanto, entendimos que él debía seguir su camino para el encuentro con sus nuevos padres.
Transcurrieron aproximadamente dos años, hasta que una tarde de domingo con una lluvia copiosa en Santiago de Chile, nos miramos fijamente y tomamos la decisión de empezar el proceso de adopción para responder a nuestro llamado de ser padres, casa donde ese “Hola” se transformara en miles de palabras más.
Fue así como después de un proceso y de muchas evaluaciones, en un camino que no estuvo exento de algunas dificultades, como la repentina aparición de un cáncer: sin duda, la prueba más firme para entender que había que recuperarse rápido para ser regalo.
Transcurrieron 16 meses de aquella tarde de invierno en que tomamos la decisión de postular para ser padres adoptivos hasta la llegada de nuestro amado hijo Fernando; ni siquiera su nombre fue al azar porque en ese momento, en que ambos nos aferrábamos con fuerza a la vida, lo que más necesitábamos era FE.
Hoy, a diez años de empezada esta historia, podemos mirar hacia atrás y sentirnos bendecidos con cada cosa que hemos vivido.
Cómo olvidar aquella mañana de octubre cuando se abrieron las puertas de ese hogar y nuestro pequeño, con tan solo cuatro años corrió con sus brazos abiertos para decir “papá”, como si alguien le hubiese dicho que esa palabra era la mejor medicina para su padre que debía vencer al cáncer y pelear por su vida, y luego de unos minutos se volcó a su madre en un abrazo infinito colmado de amor.
El encuentro fue mágico, fue mirarnos y reconocernos porque es muy cierta la frase que nos dijimos desde un primer momento: “vinimos a este mundo para ser tus padres y tú, naciste en la guatita de otra señora, pero para ser nuestro hijo”.
Como familia creemos fielmente en un amor que todo lo transforma. Hoy Fernando está próximo a cumplir 14 años, ya cursa octavo básico y es un niño inmensamente feliz, habla con sus ojos, es solidario, sensible y un artista que canta como los dioses.
Nuestro entorno olvida a cada instante que nos escogimos, porque la simbiosis familiar es tan natural que incluso nos parecemos, pero más allá de lo físico compartimos este amor del cual la razón poco entiende. Nuestro hogar es un espacio de encuentro con amigos y la familia. El que llega, sabe y siente que multiplicamos todo: el afecto, la comida, los buenos momentos.
Sabemos que el camino para ser padres se recorre día a día; y también que con amor, como el motor que nos mueve, podemos multiplicarlo todo… transformarlo todo.
Pamela PACHECO
Periodista
Santiago de Chile
Marzo 2020