Inicio el artículo con una afirmación: todas las personas tenemos la necesidad de querer y sentirnos queridos; valorados como seres únicos y también importantes. De hecho, nuestras relaciones se apoyan más o menos en esta premisa, pero ¿cómo lo hacemos? Mi aportación se desarrollará teniendo en cuenta el ciclo vital de las personas y desde una perspectiva formativa, en el seno de la familia, la escuela y en nuestros círculos relacionales: los amigos y los compañeros de trabajo.
A pesar de constatar que durante el ciclo vital de las personas se suceden rasgos diferenciales importantes que condicionan la relación con el otro, hay unas actitudes que para mí son básicas y se han de encontrar en cualquier relación, se tenga la edad que se tenga. Haré un breve resumen. En primer lugar, una actitud de escucha, estar atento al otro, darle tiempo. Es una actitud que se acompaña siempre de la observación, sabemos que la cantidad de información que nos llega a través de la comunicación no verbal supera con creces la que nos llega oralmente. Si esta actitud se acompaña de la falta de prejuicios y unas expectativas discretas estaremos favoreciendo, sin duda, una relación fundamentada en la confianza en el otro. Y la confianza es la base de cualquier relación positiva.
También hay otras actitudes importantes; me refiero a la empatía, la tolerancia y saber esperar. La empatía pide ponernos en el lugar del otro, lo que facilita la comprensión de su mundo y en consecuencia favorece la relación. Respecto de la tolerancia y la paciencia, saber esperar, hay que decir que es una actitud que no está de moda actualmente, pero que resulta imprescindible si queremos respetar al otro. La rapidez, la inmediatez, la velocidad no son factores que favorezcan la comunicación, las relaciones humanas. Y, finalmente, no dejar de ser nosotros mismos, y si en algún momento nos tenemos que posicionar en contra… hacerlo, por coherencia y dignidad. Esta forma de actuar puede otorgar una autoridad hacia nuestra persona que es básica cuando hablamos de relación educativa, del padre/madre hacia el niño o del maestro hacia el alumno/estudiante. En general yo diría que estas actitudes llevan implícitas, o como consecuencia, el respeto hacia uno mismo y hacia el otro. La aceptación de la libertad y de las opciones personales.
Tras comentar esta previa incidiré en algunos rasgos diferenciales de las etapas por las que pasamos a lo largo de nuestra vida. Empezamos muy pronto, con las relaciones que se establecen incluso antes del nacimiento. Los padres, más intensamente las madres, establecemos una relación casi unilateral con el niño antes de nacer. En esta relación las respuestas del feto son tan sutiles que hasta ahora no se tenían en demasiada consideración. Es una relación, si se puede decir así, muy incipiente, donde domina la actitud de espera. La ilusión y las expectativas abiertas favorecen en el bebé el establecimiento de una relación afectiva basada en la acogida. Se elabora un vínculo que aportará la seguridad suficiente al niño para permitirle relacionarse con los demás, y explorar el entorno de manera tranquila.
A lo largo de la primera infancia, hasta los 5/6 años este vínculo afectivo se consolida a partir del amor y de la autoridad del adulto, una autoridad que no tiene nada que ver con el autoritarismo. El amor da seguridad al niño. Sabe que, si lo necesita, hay un adulto que lo ama, le consolará y le ayudará; hay una total confianza. Por otro lado, la autoridad da unos referentes de conducta, unos límites que se asumen porque son necesarios para convivir con los demás. El niño necesita saber lo que está permitido y lo que no. Todo ello reafirma y consolida una relación afectiva que aporta seguridad y favorece el desarrollo y la autonomía del niño, la exploración del entorno y la comunicación con el otro, la confianza. Pero hay en estos años un momento más conflictivo que se da a menudo cuando se amplían las redes relacionales en la escuela infantil u otros ámbitos. Son conductas de autoafirmación personal, de manifestación de la propia personalidad y que pueden ser realmente difíciles de manejar; coloquialmente conocidas como rabietas infantiles. Es una relación donde los padres o adultos de referencia, poniendo límites, continúan dotando al niño de un marco relacional seguro y estable. Para el niño es duro asumir que hay frustraciones, no todo lo que se quiere es posible; y para los padres es difícil mantener unos criterios mínimos, hay que manifestar seguridad y mantenerse tranquilos.
Sobre esta base relacional afectiva y segura, se establece durante unos años una relación serena con el otro, podríamos decir que casi durante toda la educación primaria (6-12 años). Una relación estable donde se pueden favorecer y consolidar las relaciones familiares y se amplía a otros ámbitos sociales. Es un periodo que puede ser muy rico y que favorece el desarrollo de la personalidad del niño. Es importante tener en cuenta que normalmente los niños quieren contentar a los padres y quieren sentirse valorados por los adultos del entorno, este hecho puede condicionar sus manifestaciones, sus decisiones, es evidente que a pesar de que los adultos situamos los niños en un contexto, son ellos los que eligen sus amigos, y también deberían elegir sus aficiones. Es un periodo donde hay que iniciar la dinámica de llegar a acuerdos, de mantenerse y/o ceder… a los padres y maestros nos corresponde escuchar, y dar la opción, acompañar, y a veces mantener una decisión.
La relativa calma que se da durante estos años en la escuela finaliza habitualmente con la pubertad y la adolescencia. Los cambios hormonales son muy importantes y la red de amigos cada vez condiciona más la conducta, ya no son niños, tampoco adultos. Todo ello puede ocasionar crisis relacionales que se convierten, de nuevo, difíciles de gestionar. A los padres fundamentalmente y quizás también a algunos maestros, las conductas de los adolescentes pueden desorientar mucho. El sentimiento de no saber cómo actuar, el miedo a cometer errores puede ser un inconveniente si no se aborda con naturalidad. Se precisa diálogo, llegar a acuerdos, ceder y también mantenerse. Asumir los propios errores es una buena manera de acercarse al otro y establecer confianza, pero también son imprescindibles considerar el compromiso y la responsabilidad en hacer conjunto, tanto en el seno de la familia como en la escuela. A los padres y madres más que a los maestros nos es difícil esta actitud. Hay momentos de duda entre el ejercicio de la autoridad y dar autonomía, es complicado, y actualmente aún más, ya que la sobreprotección hacia los hijos se alarga de manera extraordinaria. Si no dejamos que los hijos asuman sus riesgos, no se les ayuda, de hecho, es de los errores que más se aprende. Por otra parte, es importante aceptar las decisiones que toman, no siempre son las que quisiéramos, pero hay que respetarlas, son sus opciones. A los padres y maestros nos corresponde mantener el diálogo y ofrecer el apoyo que se considere adecuado.
Más adelante, a lo largo de la etapa adulta, las relaciones se vuelven más estables y fructíferas. El prójimo, la capacidad de dar, se convierte en una característica que se manifiesta en el ámbito familiar, atendiendo a los hijos y los abuelos; en el ámbito laboral, compartiendo y si es necesario gestionando con otros trabajadores, y también en el ámbito social si se colabora con alguna institución. A medida que pasan los años hay que priorizar lo que es más importante, no siempre se coincide y hay que ser tolerante. Las actitudes básicas que comentaba al inicio del artículo son también indispensables en esta etapa de la vida, ya que el ritmo acelerado de trabajo, tan habitual actualmente, no favorece la calidad de nuestras relaciones humanas. Tomar conciencia de la necesidad de cuidar de uno mismo para sentirse a gusto con la vida, y para cuidar del otro es fundamental. Conocer y aceptar las limitaciones de todo tipo que nos condicionan, favorece la serenidad y quizás el sentido del humor. Estos son rasgos que pueden definir la vejez, por mí, marcada de ternura y de aceptación del otro, lo más importante del otro: su humanidad.
Esta aportación ha sido una muestra, es evidente que siempre hay matices y que las personas, afortunadamente tan diversas, vamos creciendo y relacionándonos de acuerdo con nuestra personalidad y las circunstancias que nos ofrece la vida. No podemos generalizar y, de afirmaciones, muy pocas, las esenciales. Me remito pues a la necesidad, a lo largo de la vida, de velar por unas relaciones afectivas seguras y respetuosas, y que generen confianza, tanto en el otro como en un mismo.
Roser VENDRELL MAÑOS
Doctora en Psicología. Profesora en la Facultad de Psicología,
Ciencias de la Educación y del Deporte Blanquerna
http://recerca.blanquerna.edu/estudi-infancia/inici/
Publicado originalmente en RE catalán núm. 95