A lo largo de nuestra vida nos corresponde aprender una serie de cosas. Desde el mismo momento del nacimiento nos vemos en el reto de aprender a respirar, nuestros cerebros han de entender los estímulos del mundo para ir incorporado habilidades necesarias para la vida, alimentarnos, desplazarnos, generar vínculos humanos, y un gran etcétera que nos acompaña durante toda nuestra existencia.
Estos procesos de aprendizaje los vamos desarrollando en diferentes espacios, lugares que en distinta escala, nos acogen mientras crecemos y nos integran. El primero de ellos, nuestra casa, esa extensión del vientre materno que nos recibe y nos permite aprender la vida.
Al reflexionar sobre la casa, nos remontamos al concepto descrito por María Bori, “lugar íntimo, de uno, propio y comunitario al mismo tiempo, que conocemos y nos identifica personalmente. Es aquel lugar donde moramos, donde nos sentimos más nosotros mismos que en ningún otro lugar”[1]. De este modo, la caseidad viene a ser el cuidado de este espacio y de quienes los habitan.
Una vez que somos adultos, normalmente las personas buscan formar su propio hogar, y para ello resulta importante haber “aprendido” a ser casa, es necesario haber hecho escuela de caseidad. Pero ¿esto se aprende?, ¿cómo se aprende -y se enseña- la caseidad? ¿Cómo se relaciona con la crianza? ¿Existe un momento en la vida en que ya se ha dominado la caseidad, como si fuera un conocimiento o un oficio?
He podido conocer la experiencia de una familia muy concreta. Una madre, un padre y un niño. En el proceso de crianza han inculcado en su hijo los valores de la acogida como algo importante, el cuidado de unos a otros, el respeto, el cariño. Es esta etapa, donde el pequeño ya tiene 10 años de edad, han recibido en casa a una ahijada de 18 años que viene a estudiar a la ciudad.
Ha sido un proceso no exento de dificultades pero sin duda muy bello, donde les resuenan esas preguntas y se les agrega la inquietud de ¿cómo enseñar la caseidad a una persona que no recibió esta formación de la misma manera en que ellos la han entregado a su hijo? ¿Pueden hacerlo? ¿Saben ser casa?
Así ha sido como emprendieron este camino estableciendo una premisa inicial, de que esa casa, la casa familiar, también es suya, de la ahijada. Es ir haciendo gestos y decir con palabras, que “esta casa es tu lugar, propio y comunitario al mismo tiempo”, como lo describiera María Bori.
En segundo lugar, han ido afirmando con claridad que no se trata sólo del techo para dormir, comer y estar, sino del lugar donde todos van a seguir creciendo juntos. Aprender a vivir la caseidad que va más allá de estar en un lugar físico y pernoctar en él, sino adentrarse en sus modos de hacer, incorporar la forma de relacionarse entre las personas y a su vez, aportar desde la propia experiencia a quienes habitan la casa. En esta familia la ahijada está aprendiendo a ser adulta, tomar conciencia de su rol, de sus amplias capacidades, de que puede contribuir a esta casa, así como a la sociedad, esta gran casa de todos. Que para eso hay que observar e integrar la realidad tal cual es, tomar decisiones libremente y afrontar las consecuencias de ellas.
Por parte de los padrinos han estado aprendiendo y se han dado cuenta de que hay elementos que tenían muy claros y que pensaban que estaban bien, pero poco a poco constatan que nos les resultan tan fáciles de llevar a cabo, porque la caseidad también requiere energía, poner la voluntad día a día, en los pequeños y grandes detalles, desde la limpieza de la casa, por mencionar un ejemplo, la conversación atenta a lo que la otra persona me quiere decir así como respetar sus silencios prolongados. Cuando la acogida es para alguien distinto a nosotros, también hay que poner en práctica una cierta humildad para darnos cuenta de que la forma en que antes abordábamos las dificultades cotidianas o los problemas más complejos, ahora quizá deba ser diferente, porque esa persona tiene otros modos, que pueden ser incluso mejores que los propios, y por lo tanto aprender de ella.
Esta vivencia nos permite afirmar que la caseidad requiere una conciencia de su importancia y poner la voluntad en llevarla a cabo, y respondernos que es un continuo dinámico, donde siempre vamos a estar aprendiendo y enseñando, donde es bueno ir cuestionando si aquello en lo que fundamos nuestras certezas es lo mejor. Siendo así, la caseidad se repasa constantemente, no es un proceso con un final determinado y claro, sino que se renueva y propicia nuevas realidades para que las personas se desarrollen a plenitud.
Carola CÓRDOBA
Administradora Pública
Santiago de Chile
Septiembre de 2023
[1] María BORI SOUCHEIRON, Revista RE. “La caseidad, algo de toda la vida”. 2017