Estamos en período navideño. Todo el mundo busca regalos para la familia. Los encuentros festivos merecen dedicación.
Y a los bebés, ¿qué les damos? ¿Ropita, juguetes, dulces?
Quizá. Pero el mejor regalo, el de más largo alcance, es ofrecerles a los pequeños las condiciones para que experimenten la confianza básica de que están en un entorno seguro y ellos son dignos de amor.
¿En qué consiste esa «confianza básica» que les ayudará a lo largo de sus vidas?
Todos conocemos personas con seguridad en sí mismas, que confían en sus propias capacidades, se arriesgan a explorar experiencias e iniciativas nuevas; se sienten confortables en el entorno social, establecen vínculos con quienes les rodean y están convencidos de que superarán las adversidades.
En el otro extremo estarían aquellos que viven su vida en un tono de inseguridad y desconfianza general, temen a ser engañados, generan tendencia al aislamiento y en ocasiones dificultad para emprender cambios y superar obstáculos.
Entre estos dos extremos podemos situarnos la mayoría de las personas.
Estas actitudes de confianza/desconfianza se desarrollan a base de las experiencias previas, que condicionan el modo como desplegamos nuestra vida. Y las experiencias más originarias se sitúan en la primerísima infancia.
En la jerga psicológica -siguiendo la escuela de Erik Erikson- se habla de la “confianza básica” como origen de esas actitudes. Esa confianza o seguridad básica se genera entre los 0 y los 3 años; se empieza a desarrollar desde el momento mismo del nacimiento en que la supervivencia del bebé depende por completo de los cuidados que reciba de quienes lo rodean.
![El mejor regalo es la confianza](https://www.revistare.com/wp-content/uploads/2023/12/bed-1839564_1280-300x200.jpg)
Del parto en adelante, las relaciones del neonato con su entorno dejan de ser sólo biológicas (como sucedía en el vientre materno), y empiezan a ser, además, simbólicas (gestos, tono de voz, lenguaje). El recién nacido se encuentra en situaciones que pueden ir desde la aceptación y la acogida, o la relativa indiferencia, hasta el rechazo, con todos los matices intermedios.
Esa acogida o el rechazo de los adultos hacia el niño se manifiestan en la calidad de la relación que establece con ellos, y en los cuidados que le otorgan. Éstos pueden ser satisfactorios (limpieza, alimentación, cuidados, estímulos, cariño) y ofrecidos de manera rítmica y sostenida, o insatisfactorios en el sentido de escasos, arrítmicos o aleatorios, imprevisibles e incluso hostiles.
La acogida al bebé genera un vínculo fuerte con quien lo cuida. La aceptación incondicional de esa nueva persona fundamenta la experiencia -por supuesto previa al pensamiento y las palabras- de seguridad y confianza. Entonces el bebé percibe el entorno como un lugar amable en el que se puede vivir, y él o ella como alguien digno de ser amado.
El rechazo, por el contrario, genera la aparición de vivencias de precariedad e inseguridad. El entorno se vive como hostil y peligroso, y él o ella como indigno de recibir amor.
Amor incondicional y límites
A lo largo de los primeros tres años, estas experiencias se van consolidando, desde los modos más elementales a unos más elaborados, configurando la experiencia individual de seguridad ante el mundo y confianza ante la vida.
Por supuesto que este proceso está modulado, además, por el temperamento innato del niño: activo/pasivo, explorador/desinteresado, alegre/melancólico. Y en las progresivas interacciones con el ambiente, desde su estilo propio, irá construyendo su personalidad.
Para gestionar estas vivencias, el pequeño desarrolla mecanismos de defensa e integración cada vez más conscientes, y se van asociando progresivamente algunas palabras que describen lo que siente.[i]
A este proceso fundamental siguen otros desafíos (autonomía vs. vergüenza y duda, industriosidad vs. pasividad…) que irán configurando a la persona como alguien más o menos capaz de gestionar la vida, crear vínculos con quienes le rodean y lograr unos objetivos.
Todas estas consideraciones hacen ver lo vital -y en cierto modo, no tan difícil- que es hacerle a los recién nacidos este regalo de largo alcance: las condiciones de atención, de cuidados y de acogida para que crezcan con una vivencia de confianza básica.
Estas condiciones no implican que el adulto que cuida al pequeño deba estar atado a él, ni que satisfaga instantáneamente todas sus necesidades; la acogida sincera y la aceptación incondicional pueden convivir con momentos de ausencia o de postergación de la atención, y también progresivamente con el establecimiento de límites. Cuando el pequeño empieza a moverse y deambular, tendrá que saber hasta dónde y en qué condiciones hacerlo, dónde están los límites que le aportan seguridad y una vivencia de estar protegido.
Los límites deben ponerse sin ira y sin complejos de culpa, pues siempre encontrarán resistencia. Pero está visto que los pequeños que han vivido sin haber sido confrontados con límites desarrollan actitudes tiránicas e incapacidad para posponer la satisfacción de sus deseos.
Lo importante es que la tónica general sea de afecto, regularidad y estabilidad en los ritmos de alimentación, limpieza, juego, sueño. Y los mensajes verbales, el tono de voz, las interacciones entre los adultos alrededor del niño, cuanto más serenidad y armonía transmitan, mejor.
El mundo ideal no existe, y siempre habrá roces, diferencias, situaciones incómodas que el bebé de algún modo percibirá. Pero como digo, si la tónica general es de acogida y de serenidad, le estaremos dando a esa nueva persona el regalo más importante y fundamental: las condiciones para que viva con seguridad y confianza básica.
Éste es el primer cimiento de una vida vivida con experiencia de plenitud.
[i] Cfr. E. Baca: Breviario del animal humano. Triacastela, 2019. ISBN 978-84-17252-08-3
Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga y doctora en comunicación
Madrid, diciembre 2023