
Cuando hacemos música, en el cerebro hay un festín porque es la actividad que le hace iluminar más zonas diferentes
Hablo con Andreu Gabarrós, jefe de neurocirugía del hospital de Bellvitge.
Me explica que se puede saber qué partes del cerebro trabajan: la sangre va hacia allí, y el hierro que contiene hace que, mirando con un TAC, se ilumine esa zona concreta. Esto guía a los médicos cuando deben intervenir tumores, porque pueden intentar evitar las zonas peligrosas para que el paciente no pierda habilidades.
A mí todo esto me parece magia. Me imagino mi cabecita con flashes de luz, zonas coloreadas y otras apagadas mientras hablo, mientras cocino, mientras hago el amor.

Qué bonito pensar que tenemos todo un universo en la cabeza, mil senderos de venas que alimentan nuestro pensamiento. Todo lo que somos, lo que pensamos, lo que amamos y odiamos, los miedos y las vergüenzas, el placer y la ilusión, todo, en un caparazón de hueso conteniendo una gelatina palpitante que estalla en luz cuando recibe cualquier orden, desde levantar un dedo a tragar agua, desde recordar un ridículo espantoso a acelerar el corazón cuando pensamos en alguien en concreto.
Va bien para poner las cosas en su sitio. Va bien para entender que todo, tanto el espíritu como la carne, tanto pensamientos como funciones motoras, necesita unas conexiones neuronales para funcionar. Podemos tener aspiraciones, sueños e ilusiones, creer en Dios o en la revolución social, podemos ser del Barça o morirnos por los pimientos asados. Sin embargo, basta con que una vena estalle en el cerebro para que se apague una zona determinada y perdamos habilidades básicas, basta con un pequeño hematoma para que la vida dé un cambio radical, para cambiarnos el carácter o para hacer que todo se vaya al garete.
Qué milagro, que todo funcione. Qué milagro, que podamos imaginar mundos infinitos, que la pupila se contraiga cuando hay luz, que se nos ponga la piel de gallina o que nos enamoremos, y que todo esto ocurra en ese bulto que tenemos sobre los hombros, en este ordenador, ese centro de operaciones.
Por si no estuviera lo suficientemente maravillada, el doctor continúa, y es cuando me dice lo que, de hecho, yo ya intuía.
Me explica que cuando hacemos música en el cerebro hay un festín porque es la actividad que hace iluminar más zonas diferentes del cerebro.
No me extraña, simplemente me ha dado una explicación científica a lo que ya sabía de forma intuitiva. La música, pues, lo religa todo: carne y espíritu latiendo a la vez, trabajando juntos. Para hacer música debemos poner en marcha nuestro cuerpo, con movimientos precisos y calculados. En un violín, por ejemplo, un milímetro cambia la nota; en un oboe, un pequeño cambio de presión de aire puede ser la diferencia entre lo sublime y el esperpento. No solo esto, sino que también debemos tener una idea concreta. Interpretar una obra nos obliga a trabajar en distintas dimensiones. Como en la vida, cada instante viene de un camino y se dirige hacia otro. Haciendo música jugamos con la memoria, la planificación y la anticipación, con el cuerpo, con la respiración. Si además hacemos música con otra persona, hay que amoldarse, y no todo depende de nosotros. Todo el que haya cantado en un coro sabe que debemos escuchar la otra voz y tomar decisiones rápidas que nos hagan afinar, ir al ritmo, buscar para nuestra nota la presencia que el todo necesita, ni demasiado ni demasiado poco. Siempre he pensado que el canto coral debería ser una de las principales asignaturas de la enseñanza. Lo tiene todo: actividad física, gimnasia mental, educación emocional.
La música, haciendo que nuestro cerebro estalle en luz.
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Catorze el 5 de julio de 2023
https://www.catorze.cat/musica/si-fa-sol/esclat-de-llum_1207538_102.html
Maria ESCALAS BERNAT
Escritora y música
Barcelona (España)
Marzo 2025