Durante un año trabajé en el proyecto “Rosalía Rendu”, Vincles, de la Compañía de las Hijas de la Caridad, en que cada noche tres o cuatro parejas de voluntarios salían a la calle a visitar a las personas que duermen bajo el cielo, aquellas que lo han perdido todo, los llamados “sin techo”, con la única intención de estar un rato con ellos y conversar si es el momento, o si no, al menos, desearles buenas noches.
Estoy segura que para muchas de las personas que visitábamos esta era una de las pocas visitas amables que recibían durante el día, y eso que, no llevábamos nada, no dábamos nada, solo les mirábamos a los ojos y los llamábamos por su nombre, si lo sabíamos, pero, sin duda, el poder sentirse reconocido y el hecho de saber que lo íbamos a buscar a él en concreto era ya un cambio respecto a todo lo que había conocido hasta entonces.
Mientras los grupos de voluntarios salían a pasear por las diferentes rutas preparadas, en el pequeño espacio que hay en pleno centro del barrio del Raval de Barcelona, nos quedábamos una voluntaria y yo que estaba cada noche acogiendo a las personas que venían a dormir o a tomar alguna cosa caliente.
He de reconocer que los primeros días no me fue fácil entender el papel que tenía mi presencia allí, yo, trabajadora social, allí no estaba como tal, pero a la vez tampoco como educadora, allí sólo recibía, acogía, acompañaba…
De repente, una noche llamaron a la puerta, al abrir en la pared de enfrente mismo estaba Cristian apoyado. Un señor que había venido algún día, casi siempre lo habían traído los voluntarios porque su estado no le permitía llegar él sólo caminando, bebía mucho, pero aquel día, allí, apoyado en la pared con una sonrisa que le llenaba la cara me dijo: “Señora, hoy no estoy borracho, ¿puedo entrar?” estaba muy contento, muy satisfecho y me lo quería decir. Entró y estuvimos charlando y riendo como siempre que venía. Es una persona alegre y disfruta de la vida a pesar de todo o quizás gracias a todo.
Aquella noche entendí que lo que yo hacía en aquel pequeño y austero espacio acogedor, era posibilitar que aquel que te abre la puerta, que te acoge, te reconozca y a la vez y quizás más, que tú le conozcas, que al decirle “hoy no estoy borracho” sin saber lo que pasará mañana, entienda la profundidad de esa expresión y comparta contigo la alegría del éxito conseguido hoy, porque te ha visto otros días en otro estado y te ha acogido.
Al pensar en hospitalidad, puedo pensar en abrir las puertas de casa y seguramente, en hacerlo para alguien que es diferente a mí, que tiene características que le hacen vivir de otra forma, costumbres que le hacen valorar otras cosas, alguien que no forma parte de mi día a día.
Y hay que pensar como dice el filósofo Daniel Innerarity “… la idea de hospitalidad nos recuerda algo peculiar de nuestra condición: nuestra existencia es quebradiza y frágil, necesitada y dependiente de cosas que no están a nuestra absoluta disposición, expuesta a la fortuna. Por eso, sufrimos penalidad, necesitamos de los otros…” cosa que no tenemos demasiado presente y menos cuando nos encontramos delante de alguien que vive sin nada, que en su historia lo ha perdido todo y eso se hace demasiado evidente.
Agradezco profundamente el tiempo que he podido compartir la vida con personas que llevan mochilas llenas de sufrimiento, de dolor… personas que lo han perdido todo y no una vez sino muchas, algunos han intentado levantarse pero vuelven a caer y aún así lo intentan de nuevo, quizás hasta que ya no pueden más.
Seguramente lo primero que aprendí es que no hay nada que nos haga tan diferentes, cualquier hombre o mujer delante de otro tiene muchas más cosas que los hace iguales que no las que los hagan diferentes, pero nosotros remarcamos tanto lo que nos diferencia que incluso nos matamos por ello, ¡cuando hay tanto que nos iguala!
El mejor regalo ha sido poder comer cada día en una mesa con personas que habían tenido vidas muy diferentes pero que todos habíamos nacido de una madre y un día moriremos. Y en aquella mesa todos éramos uno más y, como expresa Josep María Esquirol al inicio de su ensayo La resistencia íntima, “renovamos la vida juntos y la fruición de los alimentos la sintetiza la dimensión más anímica: sentarse alrededor de la mesa y compartir palabra y gesto”.
Y es al encontrarte cara a cara, de tú a tú, con alguien con una historia de vida tan diferente a la tuya, cuando puedes valorar todo lo recibido y a la vez situarte en que si él o ella lo ha podido perder, quizás tú también puedes hacerlo. Sí, ahora soy muy consciente de que quedarse en la calle no es tan imposible y que en muchas circunstancias lo único que nos lo puede evitar es la red familiar y/o social que tenemos. Porque todos nacemos extremadamente vulnerables y sin los otros no sobreviviríamos, pero eso lo olvidamos con demasiada facilidad.
Quizás para mí la hospitalidad es abrir el corazón al otro, ofrecer un espacio de intimidad donde pueda ser él, donde descansar, reposar,… tiene más que ver con ser cobijo para el otro…
Esther BORREGO LINARES
Trabajadora social
Barcelona (España)