La partida de la vida es, ciertamente, la más compleja de las que hemos de jugar. Nos encontramos de lleno en ella como auténticos inexpertos afrontando situaciones de todo tipo, intentando salir con éxito de ello. La vida no deja de ser una combinación de planificación e imprevisibilidad. ¡Y la cuestión es que uno no puede desentenderse para dejar de jugar! Hay que tomar cartas una y otra vez y ver qué se puede hacer con ellas.
A menudo vinculamos nuestra felicidad a tener una buena mano, a que nos hayan repartido buenas cartas. Y, por tanto, cuando estas son malas, nos sentimos condenados a pasarlo mal, a salir perdiendo… Sin embargo, no es exactamente así. Hay gloriosos ejemplos de personas que con unas cartas más que dudosas, han sabido jugarlas de modo que han logrado salir adelante con bastante soltura. Quizá no acaben siendo ganadores de la partida, pero tampoco salen “desplumados”, como suele decirse.
Y es que gran parte del secreto radica en ser buenos jugadores. Un mal jugador, ni con las mejores de las cartas logra un buen juego. Pasa como con un mal cocinero que es capaz de estropear las mejores materias primas porque no sabe tratarlas convenientemente: se le seca un pescado de primera, cuece en exceso unas verduras recién salidas del huerto…
Por eso hay personas que se pasan el día renegando de su vida, aunque todos los de su alrededor vean que tienen motivos para estar contentos. No saben hacer justicia a las condiciones favorables que les han dado. Es gente que se sitúa siempre en que les corresponde más de lo que tienen (aunque esto ya sea mucho) y son incapaces de apreciar adecuadamente aquello de lo que disfrutan.
En cambio, hay gente admirable, capaz de hacer un juego bonito con unas cartas algo justitas. Como quien sabe hacer un buen guiso con materias sencillas tratadas con mucho mimo. Es gente hábil hasta para lanzar un órdago a los contrincantes, haciéndoles creer que tiene mucho mejores cartas de las que realmente hay. Personas capaces de vivir como un don lo que reciben y sentirse afortunados; hábiles para manejar las dificultades y sacar de ellas una esquiva parte buena. Y, aún, fuertes para no caer en la trampa irresoluble de compararse con las cartas del vecino.
No. Para jugar la partida de la vida, no se trata solo de que las condiciones de juego sean otras: básicamente, porque esto no siempre está a nuestro alcance. Más bien la cosa está en que seamos mejores jugadores. Sobre todo, cuando vienen malas manos, que es algo que, en un momento u otro, sin duda nos llegará.
No conviene soñar partidas con muchos ases, ni un tiempo por delante carente de tropiezos, sino trabajar para tener comodines que nos saquen de más de un mal paso.
Natàlia PLÁ
Acompañante filosófica
Barcelona
Noviembre 2017