No hay duda que el progreso técnico y científico nos prepara para afrontar el futuro, pero lo que realmente sostiene al mundo es la sabiduría humana y espiritual acumulada a lo largo de la historia de la humanidad.
La sabiduría no es sólo saber, es saber utilizar el saber, orientarlo bien, es el arte de vivir y la vida es más compleja que un simple conjunto de conocimientos. La sabiduría, como la verdad, es una actitud que surge sobre todo de la experiencia, y ésta, no está hecha sólo de conocimientos, sino también de valores, acciones, creencias, emociones, deseos, principios, sentimientos, en definitiva, de una mezcla difícil de separar y que nunca es el resultado de amontonar todas estas cosas. Ni la sabiduría ni la verdad son valores exclusivamente intelectuales, ni actividades puramente racionales, sino sobre todo una manera de tocar la realidad existente y de recrearla. Recrearla para humanizarla.
En el prólogo del evangelio de Juan leemos: «En el principio ya existía la palabra; y la Palabra estaba junto a Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada. Lo que se hizo en ella era la vida y la vida era la luz de los hombres, luz que brilla en las tinieblas y las tinieblas no la vencieron” Jn1,1-5. La vida era la luz, pero, nosotros invertimos los términos, e interpretamos: “la luz es la vida de los hombres”, e identificamos la luz con, la palabra, el logos, el conocimiento, la verdad. Como si vivir fuera ir detrás de la verdad, y ésta se convirtió en la brújula de la vida. Sin negar toda la importancia que tiene la búsqueda de la verdad: “y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”, dice el evangelio de Juan, lo que es luz para nosotros, es la vida. No olvidemos que Jesús precede esa frase con ésta: «si cumplís mis mandamientos, conoceréis la verdad…» Eso significa que lo primero es vivir de una manera coherente, y como consecuencia, conocemos la verdad. Y de ahí viene la libertad.
Contemplando la vida de las personas descubrimos sus obras, y contemplando su manera de hacer y vivir, vislumbramos sus conocimientos, valores, ideales, creencias, lo que podríamos llamar su «verdad». Esto no implica un relativismo radical, sino que implica una noción humana de verdad que integra lo intelectivo con lo concreto y experiencial. Entre el relativismo y una absolutización de una verdad abstracta hay un riquísimo margen por donde transitar.
El Dr. Francesc Torralba, dice en su libro sobre el sentido de la vida: «Buscar el sentido de la vida es, en definitiva, vivir conforme a los propios valores, ideales y horizontes de referencia, esforzarse porque se hagan realidad, se conviertan carne en la historia»
La encarnación de la que habla el Dr. Torralba (vivir conforme a los ideales, creencias, horizontes de referencia) es lo que da veracidad a la vida. La sabiduría, la espiritualidad. consiste en hacer más veraz la vida y no escondernos en argumentaciones y raciocinios, que a menudo, sólo quieren justificar supuestas verdades objetivas. No es de sabios validar verdades abstractas, inanimadas, desencarnadas, que están fuera de la vida. Una cosa es definir el amor y otra cosa es amar. Mirando la vida y sus obras, podemos decir si realmente amamos, si nuestro amor es verdadero, o es una fe sin obras, que diría San Pablo.
La verdad de la vida consiste en buscar el bien de las personas, llegar al aprecio y estima de los demás, y desde esta plataforma vivencial podremos iniciar también el debate sobre los valores, conceptos, las ideas y las grandes verdades. Como expresa Josep María Esquirol: “La reflexión sobre la vida debe intensificar la vida. Y la reflexión sobre el mal debe contribuir a combatirlo. Que una buena teoría debe ser en sí misma, gesto y acción” .
Casi me atrevo a decir que el bien que hago es mi verdad concreta. Cuando siento que obro el bien, que este bien lo es también para los demás, es cuando mi inteligencia encuentra y siente esta concreción como una verdad de la que es difícil dudar. Dice el profesor José María Esquirol: “Si la verdad es aquello que se muestra y se siente con más fuerza, más vivamente, entonces la verdad es la verdad de la vida, y del amor y del pensamiento que intensifican la vida. Se ha dicho: sólo un alma conmovida es capaz de verdad. Hay que añadir: el alma conmovida ya forma parte de la verdad. La verdad es la verdad del ser capaz de vida. Y esto determina la falsedad: todo lo que daña la vida, todo lo que la degenera, todo aquello que la niega. Todo lo que, en lugar de dar, quita; que no genera nada, sino que lo degenera todo: indiferencia, insensibilidad, abstracción”.
El papa Francisco en la “Fratelli Tutti” nº 33 nos dice: “El golpe duro e inesperado de esta pandemia obligó por la fuerza a volver a pensar en los seres humanos, en todos, más que en el beneficio de algunos. Hoy podemos reconocer que nos hemos alimentado con sueños de esplendor y grandeza y hemos terminado comiendo distracción, encierro y soledad, nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. Hemos buscado el resultado rápido y seguro y nos vemos abrumados por la impaciencia y la ansiedad. Presos de la virtualidad hemos perdido el gusto y el sabor de la realidad. El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la Pandemia hacen resonar la llamada a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia”.
Tenemos que ser más veraces para ser más creíbles. Cualquier espiritualidad o creencia ha de tender a buscar en primer lugar el bien de las personas, y, desde esta encarnación concreta, hacer un discurso sobre la verdad. Mientras la gente pasa hambre o se muere de sed, o vive inmerso en la violencia, hacer discursos sobre las grandes verdades puede llegar a ser imprudente e improcedente.
Más que nunca, hoy es tiempo de intensificar la vida, de ser más veraces, para que la gente comprenda y quiera adherirse a una propuesta espiritual, sea o no religiosa.
Jordi CUSSÓ PORREDÓN
Sacerdote y economista
Barcelona, Mayo 2022