La felicidad forma parte de los anhelos de la vida y de las personas, es uno de los más importantes y constantes. Partimos de un fenómeno humano universal: todos los seres humanos queremos ser felices. Como humanos hemos sido creados para el gozo, la alegría. No somos seres-para-la-muerte, sino seres para la vida. Solo porque el anhelo de felicidad está inscrito en lo más hondo de nuestro ser humano, podemos experimentar la infelicidad, el dolor, el sufrimiento y la desdicha, el fracaso, y todo lo que hemos caracterizado como acedia, (Papa Francisco) que pueden desembocar en el hastío de vivir. La angustia que acompaña a la vida, es la angustia de fracasar en la felicidad de la vida. Felicidad, que es para todos, ¿cómo va a ser gozosa para mí, si no los es para los que me rodean?
La alternativa fundamental ante la que se encuentra emplazado todo ser humano es si acepta su vida tal y como es, o si reacciona con desagradecimiento y se revuelve contra ella. Todo el mundo se halla ante esta alternativa: si a causa de experiencias negativas se deja arrastrar hacia el fondo por un torbellino que desemboca en tristeza, o si da razón a aquellos momentos en que puede decir: sí, es buena, es bella, la vida está llena de sentido.
La alegría es más que sentirse bien o divertirse. La alegría implica hacer un alto en el camino y dar un sí a la vida y al mundo. Ningún ser humano puede vivir sin una alegría así, por menguada y modesta que sea. La alegría puede ser interiormente profunda: con frecuencia se exterioriza en el júbilo, el canto, el baile y en gestos de felicidad, hasta las lágrimas de alegría como expresión de un sentirse interiormente dominado; tal alegría puede tener un eco, una resonancia en el buen humor y una desenfadada serenidad que ayuda a remontar las experiencias difíciles de la vida, a no dejarse absorber por el remolino, a no tirar la toalla resignado, sino a mantenerse en pie, con ánimo y valentía.
En la alegría religiosa, el sí al mundo y a la vida se ensancha y se ahonda en un sí a un misterio divino —entiéndase como se entienda— fundamento último, sostén de la realidad. Es la alegría de que el mundo, en el fondo está sano, está salvado y en él podemos desarrollar todo lo que somos y todo lo que estamos llamados a ser.
Es desde esta mirada que me permito hacer la siguiente definición del realismo existencial: «El Realismo existencial es una práctica discursiva (procede mediante historias clínicas y razonamientos) que tiene la vida como objeto, a la razón cordial como medio y al gozo de vivir (felicidad) como objetivo. Se trata de pensar mejor para vivir mejor. Es una sabiduría de vivir».
El realismo existencial nos invita a intensificar la vida. Que nuestra verdadera vocación sea desplegar la vida, llevarla a su plenitud. Intensificarla en todo y en todos, porque todo y todos afectan a la vida y a lo que somos. No podemos intensificar la vida si no somos ecológicos, si no desplegamos la vida de los demás.
Hemos de recibir, aceptar y vivir con alegría lo que somos y lo que podemos llegar a ser realmente, y eso conlleva, acoger, aceptar, y dejar ser a los demás ser lo que son. Eso nos llevará a entender que los demás son un don, no una carga, un problema, o un inconveniente para gozar de la vida.
La verdadera alegría está en ser cada uno de nosotros lo que somos. Esta es la clave para vivir esta vida en paz y alegría. Como diría Jesús de Nazaret, saber beber del manantial del agua que brota de lo más profundo de nuestro ser. El problema del agua es que es inodora, incolora e insípida y al sorberla, nos pasa como con el silencio, que, porque no oímos nada, creemos que no hay palabra. Cuando el silencio es la palabra, cuando en este caso, lo insípido es el sabor. En el silencio se escuchan todas las palabras, en lo insípido, se saborean todos los sabores. Hay que comulgar con la vida. Pero comulgar implica no devorar, y para ello nos hemos de saciar de la hondura de nuestro ser, congratularnos de los que somos y de todo lo que Dios nos ha regalado.
En lo más hondo de tu ser, está la perfecta alegría. Usando el lenguaje del evangelio, sentir que somos el gozo de Dios, pues Dios se complace con nosotros, con lo que somos: ser del Ser.
Jordi CUSSÓ PORREDÓN
Sacerdote y economista
Barcelona, mayo 2024