Los pedagogos han señalado que la formación humana es un proceso que no tiene fin, tal y como se desprende del hecho de que Sócrates quisiera aprender a tocar la flauta poco antes de su muerte. A parte de la certeza de esta anécdota, que ilustra la voluntad de aprender del filósofo ateniense, es cierto que el ser humano tiende a aprender, desde su infancia y adolescencia, a lo largo de toda la vida. Se trata de un proceso que viendo la rapidez en que se dan los cambios en estos tiempos acelerados que vivimos ha generado el término de Lifelong learning para designar lo que hasta hace poco se había considerado como educación permanente o reciclaje.
Aprendizaje constante
De hecho, en todas las edades de la vida humana –juventud, madurez, tercera edad– existen posibilidades para conocer y aprender más cosas y, lo que no es menos destacado, para poder paladearlas. Al fin y al cabo, esta capacidad humana de disfrutar de las cosas, de saborearlas es un rasgo característico de la sabiduría que es una palabra que está vinculada al verbo latino sapere que, a su vez, nos remite a otro término (sapor-oris), es decir, al sabor que nos produce algo al gusto. Por tanto, la sabiduría consiste en poder deleitarse con esta capacidad de paladear que surge de la vida misma, algo que supera los límites del conocimiento de las diversas materias que abastecen de un modo enciclopédico el árbol de la ciencia y que los medievales organizaron a través de las artes liberales y de las artes mecánicas.
Visto así, la sabiduría tiene más vínculos con el mundo de la vida que con el mundo de las ciencias, aunque ambos se dan a menudo juntos. Ahora bien, puede haber personas sabias que han logrado la plenitud de la sabiduría que probablemente, como el propio Sócrates, hayan sido analfabetas. Así pues, instrucción, conocimientos y sabiduría no son siempre términos correlativos. El hecho de que conozcamos muchas cosas, que hablemos varias lenguas y dominemos diversos ámbitos del saber, no nos hace personas necesariamente sabias. Por tanto, la sabiduría no es sinónimo de erudición y, consecuentemente, tampoco es patrimonio exclusivo de una persona docta con una titulación universitaria que ejerce con solvencia una profesión liberal. Al contrario, hay personas que acumulan mucho saber pero que no han alcanzado la sabiduría que está más ligada al mundo de la vida, a las vivencias y experiencias que se han tenido a lo largo de su trayectoria vital y que, vistas en conjunto, configuran su personalidad.
Naturalmente, no hay duda de que el saber puede coadyuvar a la sabiduría, pero no es condición indispensable e imprescindible. No todo el mundo puede dominar determinados saberes, pero sí que todo el mundo puede participar de la sabiduría que es una calidad que no se puede medir con títulos académicos, honores o dinero, sino que se trata de una realidad cualitativa muy diferente, esto es, llegar a una mayoría de edad no sólo racional como pretendía Kant sino principalmente vital. De ahí que los románticos remarcaran a lo largo del siglo XIX la importancia del mundo de la vida, frente al mundo abstracto de leyes y teorías científicas inherentes al mundo de la ciencia. Si el científico a menudo se pone una bata blanca para mostrar su asepsia ante la realidad, el mundo de la vida constituye una verdadera policromía donde hay de todo: éxitos pero también fracasos, ilusiones pero también desengaños, lealtades y traiciones, victorias y derrotas, en fin, un conjunto de vivencias de distinto signo que dibujan un panorama plural y diverso como la vida misma, del que se extrae la experiencia que se convierte en la condición de posibilidad de la sabiduría.
La sabiduría no sabe de escuelas
Ciertamente la sabiduría no sabe de escuelas, institutos o centros de investigación porque quien la posee la ha atesorado a lo largo de la vida de modo que a menudo se reconoce que existe una sabiduría popular que se ha transmitido oralmente de generación en generación a través de refranes, paremias, sentencias, etc., al margen y con independencia de la cultura escrita. No en vano, dentro del Antiguo Testamento hay un conjunto de libros que conocemos como sapienciales (el libro de Job, Proverbios, el Eclesiastés o Cohelet, el Eclesiástico o Sirácida y el libro de la Sabiduría que se ha atribuido a Salomón). Quizás esto se deba a que el pueblo de Israel sufrió el cautiverio en Egipto y en Babilonia, por lo que pudo captar la sabiduría que existía por el Creciente Fértil que se extendía desde el Nilo hasta Mesopotamia, una sabiduría que los judíos arroparon y que han transmitido como un elemento básico de la cultura occidental. Pero la sabiduría sobrepasa la tradición judeocristiana en la que vivimos quienes formamos parte de la cultura occidental, y así cualquier otra civilización también ha acumulado una sabiduría popular que se ha transmitido oralmente y que forma parte del patrimonio inmaterial de la Humanidad. Lógicamente, el proceso de descolonización de los últimos sesenta años y la toma de conciencia de una nueva mentalidad «decolonial» debe hacernos ver que la sabiduría es un fenómeno que se ha dado en todas las culturas, aunque durante siglos se habían desconsiderado ante la pretendida superioridad de la occidental que así justificaba la política colonial que ocasionó tantas injusticias y genocidios.
De acuerdo con lo que decimos, que una persona sea sabia no depende de sus conocimientos, sino que estriba en algo más íntimo y esencial que tiene que ver con esta capacidad de acumular vivencias y experiencias. En la lengua catalana tenemos la palabra vivencia, que corresponde al término alemán de Erlebins. Jorge Semprun, que durante su juventud estuvo encerrado en el campo de Buchenwald, en el libro La escritura o la vida (1995), recuerda que no todas las lenguas tienen esa expresión de vivencia, que sí se da en catalán y en castellano. Si buscamos en un traductor automático el término vivencia en francés nos remite al verbo vivre, pero vivir no es lo mismo que tener una vivencia. Un animal vive, pero no puede tener vivencias y, menos aún, colegir de estas vivencias un conjunto de experiencias que constituyen el trasfondo que posibilita la sabiduría.
De lo contrario, es obvio que la formación implica un desarrollo de autoformación porque, desde Sócrates, queda claro que formarse comporta un proceso de auto-educarse, una idea-fuerza que ha sido enfatizada por un pensador del relieve de Hans-Georg Gadamer. Por importante que sea la heteroeducación, lo que aprendemos a través de los diversos agentes educativos (familia, maestros, educadores, etc.), el proceso vital de formación se puede entender también como una acción personal, donde cada uno a partir de las sus vivencias y experiencias perfila su personalidad, a la vez que construye su visión del mundo o, si se quiere, su cosmovisión (Weltanschauung). No por azar, hay pedagogos catalanes (al menos mencionamos aquí a los profesores Josep Maria Quintana y Octavi Fullat) que coinciden, por caminos y reflexiones diferentes, sobre la conveniencia de que se posea una visión o cuadro del mundo para poder orientar su vida.
Al fin y al cabo, la sabiduría se logra cuando se ha podido alcanzar precisamente una visión de mundo que integra las grandes cuestiones que afectan a la vida humana, o, si se quiere, al sentido de la vida. Y es obvio que hay personas iletradas que han encontrado como Sócrates este sentido, después de muchos años de trabajos, vivencias y experiencias, mientras otros —a pesar de poseer muchos conocimientos, cargos y poder— no lo han sabido vislumbrar, porque se han circunscrito a los aspectos superficiales y epidérmicos de la vida, sin penetrar en el interior de las cosas, ya sean mundanas o espirituales, es decir, las que afectan al mundo material y las que corresponden al reino de lo nouménico o espiritual, que afecta al misterio de la vida, ya sea la vivencia estética, el alma humana y la existencia de Dios.
Aquí radica el verdadero sentido de la vida que se puede saborear cuando se ha alcanzado la plenitud humana, cuando se ha formado una visión del mundo, su propia cosmovisión, que sirve para guiar nuestras acciones y, lo que no es menos importante, que puede ser ejemplo y espejo para todos aquellos que quieren captar la sabiduría ajena. En último término, la sabiduría es una cualidad que se posee después de haber acumulado un saber experiencial (que no es lo mismo que experimental), y, al mismo tiempo, que se comparte a través del diálogo y de la amistad. Vivimos en un mundo apalabrado y la sabiduría se puede transmitir a través de la palabra, pero no sólo, porque siempre queda el ejemplo como modelo de la sabiduría que se puede imitar o, al menos, tener en cuenta.
De ahí la importancia que tiene poder disfrutar de la sabiduría de aquellos que la atesoran y que por eso son ejemplares. Todos recordamos haber tropezado con personas sabias que han sabido cautivar nuestra atención, más allá de sus conocimientos, riquezas y posicionamientos sociales. Probablemente, sólo a través del diálogo, de la conversación amable y tranquila, se puede probar la sabiduría de los demás, siempre pensando en intentar aprovechar aquel modelo que nos puede ayudar a mejorar y, al mismo tiempo, encontrar el sentido de la vida más allá de lo puramente baladí y superficial porque la sabiduría nos hace participar del misterio de las cosas. En último término, querer aspirar a la sabiduría no deja de ser una especie de mandato que Goethe —aquel que reclamaba más luz desde su lecho de muerte— lo puso de manifiesto en los Años de aprendizaje de Wilhelm Meister (1795- 1796): «Déjame que te lo diga en unas pocas palabras: formarme a mí mismo tal y como soy, éste ha sido obscuramente ya desde que era joven mi deseo y mi propósito». Trasladado y traducido al tema que nos ocupa hay que añadir que aspirar a la sabiduría constituye un anhelo que debería coronar los años de formación de cualquier ser humano, porque la sabiduría sobrepasa el umbral de la instrucción y de los conocimientos, y afecta al conjunto de vivencias y experiencias, los elementos que permiten que se pueda lograr en el camino de convertirse en sabio que, entre otros puntos, nos permite captar el interior de las cosas, formar una visión del mundo y, a su vez, encontrar el sentido de la vida.
Conrad VILANOU TORRANO
Pedagogo
Universidad de Barcelona
España
Publicado originalmente en RE catalán núm. 108