¿Dónde están los sabios de hoy en día?

¿Dónde están los sabios de hoy en día?

Se han dicho muchas cosas en torno a la pandemia que hemos sufrido. Lo que nos ha tocado vivir ha despertado una gran incertidumbre y sobre todo muchas preguntas, con variedad de respuestas. Muchos expertos decían que el coronavirus sería una oportunidad, que implicaría un salto cualitativo de la sociedad, y que, una vez superada la pandemia, nuestro mundo sería diferente, que cambiaríamos actitudes y valores. Otros cuestionaban este aprendizaje y simplemente decían que rápidamente pasaríamos página.

«El sabio no sólo es un buen profesor o un buen catedrático,
sino un buen testimonio, no sólo debe mostrar unos
conocimientos, sino que debe testimoniar una experiencia.»
Imagen de Steve Morissette en Pixabay

Lo cierto es que todavía nos falta curar muchas heridas, trastornos emocionales y psicológicos y un gran sentimiento de tristeza. Todo ello ha generado un malestar que demanda un largo proceso para aceptar las consecuencias generadas por la pandemia. Pero me pregunto: ¿qué sabemos ahora que no conociéramos antes? Todo lo que hemos vivido y estamos viviendo nos sitúa ante nuestra vulnerabilidad, fragilidad e incertidumbre. Pero estas cualidades, no son nuevas, siempre las hemos tenido. Es curioso que las cosas de siempre ahora parezcan más nuevas que nunca, que las cosas evidentes, no hubiéramos sido capaces de preverlas, y, por tanto, de asumirlas y apreciarlas.

El coronavirus no nos ha hecho más vulnerables, pero sí ha hecho más patente la conciencia de nuestra vulnerabilidad y la interdependencia entre unos y otros. El realismo existencial nos recuerda que los seres humanos no somos autosuficientes. Para existir y vivir necesitamos el oxígeno, el agua, los alimentos, las bacterias, los virus y, obviamente, los seres humanos. Y este límite es a la vez nuestra condición humana, la única manera que tenemos de ser y existir en este mundo. Una especie de delirio contemporáneo nos llevó a confundir autonomía con autosuficiencia.

Por ello, tomar conciencia de nuestra condición de vulnerabilidad debería ser la primera lección que deberíamos aprender en la vida. Y siendo esto tan evidente, cabe preguntarse: ¿cómo es que no nos prepararon para vivir la vulnerabilidad? ¿Tantos años de estudio, tantas materias, y nos escondieron algo sustancial y elemental para vivir? Si escondemos u omitimos la vulnerabilidad, es decir, la enfermedad, la vejez, la muerte, que son algunas de sus expresiones más extremas, no estamos preparados para afrontar la vida. Una educación que no contempló nuestra fragilidad y nuestros límites, no pudo, ni nos podrá ayudar a afrontar una situación de pandemia como la que todavía vivimos. Fue una educación mutilada la que ahora nos genera una carga de miedo innecesario, en un momento, social, político y sanitario, que conlleva dificultades y temores, porque no sabemos cómo atacar la incertidumbre del presente. Como dice el refrán: «No se aprende a nadar en el momento del naufragio».

«El sabio lo que quiere es aportar y no imponer.»
Imagen de thumprchgo en Pixabay

Los centros educativos, y especialmente la universidad, deberían formar hombres y mujeres sabios. Hay cosas que no se enseñan en las asignaturas pero que todos los estudiantes deberían haber conseguido. Educar quiere decir ayudar a la gente a crecer en sabiduría y humanidad. Aunque los padres y los propios estudiantes no lo ponen fácil, porque esperan que la especialización, incluso temprana, facilite el acceso al mundo profesional. Los centros educativos no son un simple apéndice del sector productivo.

El reto de la educación universitaria bajo el formato de unas carreras y titulaciones es ayudar a que los jóvenes hagan un proceso interior. Por ello, tendrán que discernir cuáles son los maestros que quieren que los acompañen a lo largo de su vida para que les hagan crecer intelectual y humanamente. Deben encontrar entre sus profesores a personas que sean sabias a la manera clásica, maestros que les ayuden a crecer en responsabilidad, que les estimulen desde la cordialidad, pero con exigencia.

Necesitamos una comunidad educativa que tenga la experiencia de haber pisado la realidad. Necesitamos el testimonio de hombres y mujeres capaces de enseñar porque han conocido, probado y saboreado: la libertad, la amistad, la fraternidad, la familia, etc., todos aquellos valores que construyen personas y crean civilización. Nos cuesta aprender de los sabios, porque comprometen nuestra vida y nos obligan a cambiar. Y en la vida, cuando no estamos dispuestos a cambiar, evidenciamos poca sabiduría.

Aquella visión un poco ‘racionalista’ del sabio, donde se valoraban sólo los conocimientos hoy está un poco desfasada. Los conocimientos nos deben ayudar a entender la vida, a saber convivir con las personas, con la realidad que nos rodea y es obvio que todas estas cosas son más complejas que un conjunto de conocimientos, por más amplios que estos puedan ser.

«Educar quiere decir ayudar a la gente a crecer en sabiduría
y humanidad.» Imagen de Varun Kulkarni en Pixabay

Aquel ideal del sabio del Renacimiento, (lo sabían todo de todo) nos queda también desfasada y no podemos aplicarla hoy en día (el mayor erudito de hoy en día es el señor Google). Se impone pues una tarea de elegir entre todo aquello que nos llega, para ver lo que realmente es importante. La sabiduría, entre otras cosas, radica en dar el valor justo a cada cosa, saber discernir entre lo superfluo y lo fundamental, qué cosas son necesarias para nuestra vida y cuáles son hojarascas y podemos prescindir de ella porque no nos aportan nada relevante.

El sabio no sólo es un buen profesor o un buen catedrático, sino un buen testimonio, no sólo debe mostrar unos conocimientos, sino que debe testimoniar una experiencia. Experiencia que redunde en el bien de las personas. Podríamos decir que el sabio es ‘aquel que enseña lo que sabe y lo que vive’. Casi podríamos decir que sabe, porque vive, que su maestría es vivir, por eso lo que enseña, es precisamente lo que ha vivido, lo que está viviendo, ya que la vida se convierte en su fuente de continuo aprendizaje.

El sabio es aquel que sabe percibir las cosas, desde las más vitales y esenciales hasta las más insignificantes y pequeñas. Desde esa capacidad de percibir, sentir, reflexionar, es de donde brota su capacidad de aprender, de conocer. El sabio lo que quiere es aportar y no imponer. Los sabios son generosos, los eruditos a veces no lo son, porque guardan lo que saben, no sea que puedan encontrar alguna competencia. Los sabios no temen la competencia, porque saben que el saber no es suyo, que pertenece a la humanidad, a la gente que tienen cerca y que ese saber no lo han adquirido ellos solos, también a ellos les ha sido regalado. Como expresa Raimon Panikkar: «Aquella sabiduría que quiero para poseerla deja de ser sabiduría. El sabio es consciente de que, si algo le falta, tiene que ver más con su ser que con sus conocimientos».

Las personas más mediáticas o poderosas no acostumbran a responder al perfil de lo que entendemos por sabios. Los verdaderos líderes políticos y sociales deberían ser aquellos que, además de tener unos conocimientos amplios, son capaces de testimoniar una experiencia. El sabio no es una persona poderosa, ni social ni económicamente, porque la sabiduría no es dominación.

¿cómo es que no nos prepararon para vivir la vulnerabilidad?
«¿Tantos años de estudio, tantas materias, y nos escondieron
algo sustancial y elemental para vivir?»
Imagen de Angela Yuriko Smith en Pixabay

De sabio no se es una vez para siempre, sabio es el sostén de una relación –casi amorosa– con la vida, es un continuo escuchar y aprender. El sabio sabe, va sabiendo y respondiendo a todo aquello que le da la vida. Respondiendo vamos siendo, vamos viviendo, conociendo. Seguramente por eso en muchas culturas a los ancianos se les ha considerado a los hombres sabios, son los que abren el camino desde la experiencia vivida.

Tengo la sensación, de que perdidos en un caudal de información, atrapados en un mundo frívolo y superficial y cargados de tópicos y prejuicios, no hemos podido apreciar la sabiduría de muchas personas que teníamos alrededor y por lo tanto hemos sido incapaces de aprender de aquellos que nos podían dar una verdadera ‘clase magistral’. Siempre ha habido gente sabia, pero no siempre la supimos ver ni valorar. Quien más quien menos puede haber tenido la suerte de tener uno cerca. Otra cosa es que hayamos sido capaces de valorar esta sabiduría, que hayamos hecho más o menos caso a los que nos estaban testimoniando. Esto significaría que no hemos sido buenos alumnos, es decir, no hemos sido capaces de discernir cuáles eran las personas que nos aportaban cosas importantes a nuestra vida y a la sociedad y cuáles eran las que no nos aportaban nada relevante y podíamos prescindir de sus aportaciones.

Por eso, se convierte en una tarea urgente, preguntarnos: ¿dónde están los sabios hoy en día?

Jordi CUSSÓ PORREDÓN
director de la Universitas Albertiana
Barcelona, España
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 116, edición catalana

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