La sabiduría compartida

La sabiduría compartida

Del latín, sapientia, comportamiento racional que dirige el pensamiento
en todos los ámbitos del conocer y el actuar.
Del griego, sofos, inteligencia, conocimiento.
Filo-sofos, anhelo de sabiduría

La condición del anhelo de sabiduría es tan inmanente al ser humano que nos caracteriza como especie: Homo Sapiens. Capaz de aprender, hablar, utilizar formas complejas de comunicación mediante sonidos y signos, desarrollar habilidades y herramientas, entender conceptos abstractos y organizarse socialmente y, el hecho primordial, enviar todo lo que una generación ha aprendido a la siguiente generación.

«¿Será sabio el hombre encerrado en una biblioteca aprendiendo
todo el conocimiento que ha conseguido la humanidad?»
Imagen de wal_172619 en Pixabay

Aunque la especie humana apareció hace un millón y medio de años, los vestigios más antiguos del Homo Sapiens, encontrados en Marruecos, sólo tienen 300.000 años y los del Homo Sapiens con habilidades manuales, encontrados en Sudáfrica, tienen 165.000 años de antigüedad. El Homo Neanderthalensis se extinguió hace 28.000 años. Esto quiere decir, por un lado, que durante casi 275.000 años compartieron la existencia ambos tipos de hombres y, por el otro, que la diferencia entre ambos arraiga en la condición de sapiens que tenía el uno y el otro no. Pensando que ambos eran humanos y que podían haber llegado a compartir conocimientos, al Homo Sapiens se le duplicó el adjetivo: Homo Sapiens Sapiens, pero los actuales estudios filogenéticos han descartado el nexo y por eso hoy no hay que duplicar el adjetivo.

Compartimos con los homínidos los instintos y las emociones en la base de nuestro encéfalo, el paleoencéfalo, pero nos hacía falta algo más para conseguir el conocimiento y enviarlo: el neoencéfalo, el lóbulo frontal, característica fundamental y única del Homo Sapiens que permite la memoria autoconsciente, es decir, el pensamiento. Entre ambos, las emociones y los conocimientos aparecen las creencias que comparten la emoción y la búsqueda de racionalidad, limitada ésta por la indemostrabilidad de la trascendencia. Con estos tres fundamentos, las emociones, las creencias y los conocimientos se perfila la conducta humana.

Desde Pitágoras sabemos que el conocimiento que puede conseguir el Homo Sapiens es tan limitado, que la sabiduría absoluta resulta imposible y la convertimos en atributo divino. Nosotros nos limitamos al anhelo de conocimiento, la filo-sofía, que no solo es atributo humano, sino también virtud. ¿Este anhelo es una acumulación enciclopédica de saber para saber? ¿Será sabio el hombre encerrado en una biblioteca aprendiendo todo el conocimiento que ha conseguido la humanidad? Aristóteles responde a la Ética de Nicómaco: «La sabiduría memorística individual por ella sola es estéril si no afecta a la conducta, filtrando las emociones y las creencias por los conocimientos racionalmente aprendidos». Es tan importante este aspecto de la sabiduría, que Aristóteles le da una palabra diferenciada: la prudencia, referida a la conducta moral regulada por la sabiduría, con el buen juicio del discernimiento de la verdad, de lo que es bueno y de lo que es malo, lo que decimos sencillamente su reflexión con sentido común.

Para muchas religiones la sabiduría es un atributo de la divinidad y para algunos la sabiduría se consigue con una especie de iluminación divina. Sin duda las referencias bíblicas a la sabiduría son múltiples y constantes. Pero estas connotaciones pertenecen al mundo de las creencias y ahora hablamos a un nivel mucho más llano, el de los conocimientos, para apoyar la idea de que todos los seres humanos tenemos un anhelo de conocimiento nuestras emociones y conocimiento que deseamos compartir y que modula nuestra conducta para poderle dar la riqueza moral de la que nos habló Aristóteles: la prudencia.

«Así es como brota el amor en la humanidad que demuestra
este tipo de sabiduría que, por encima de celos, engaños,
avaricias y guerras, queremos compartir con nuestros hermanos.»
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Raimon Panikkar, filósofo y teólogo catalán (hermano de Salvador), de padre hindú y madre catalana, fue entrevistado por Margarita Rivière en su libro El silencio de Buddha (1996). En este libro recuerda que el sabio es el contrario del ‘sabido’, es una persona consecuente con ella misma, con su entorno y con sus creencias, las tres dimensiones de las que antes hablábamos. Preocupado por la crisis del progreso decía: «Cuántas más cosas creemos saber, menos sabemos. Acumulamos resúmenes de todos los conocimientos que nos llevan en una dirección completamente falsa. La solución no es ‘sálvese quien pueda y yo el primero’. La única solución es realizarnos personalmente como seres humanos. No me preocupa la toma de decisiones, pero aquí radica si nos mueve el egoísmo o el amor. Yo solo sé cuál será mi próximo paso, pero sé que lo tengo que vivir como si fuera el último». Vale la pena hacer una búsqueda en Internet para ver el vídeo de YouTube de Raimon Panikkar: ¡Saber vivir, saber morir!

En un tiempo que el conocimiento y la técnica evolucionan tan deprisa que cuesta incluso de entender. El mundo de los hechos de lo que pasa cada día en nuestro entorno nos deja a veces boquiabiertos, sin saber mucho qué pensar de todo, como embobados ante el remolino tormentoso. Es el mundo de los hechos que está pasando por delante del mundo de los valores. En este momento la sabiduría prudente nos obliga a la reflexión serena que nos ayude a construir la paz interior buscando equilibrio entre nuestras emociones, nuestros instintos, nuestras creencias y nuestros conocimientos. Y cuando podamos percibir una lucecita, como una estrella del firmamento, que nos señala los valores que deben guiar nuestra vida e incluso nuestra muerte, en ese momento percibiremos que compartimos con nuestros hermanos en la existencia el gozo de la vida.

Así es como brota el amor en la humanidad que demuestra este tipo de sabiduría que, por encima de celos, engaños, avaricias y guerras, queremos compartir con nuestros hermanos.

Jordi CRAVEN-BARTLE
Oncólogo. Director Científico de Genesis Care Corachán
Barcelona, España
Artículo publicado originalmente en la Revista RE num. 116, edición catalana

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