«Autoestima» es una palabra cada vez más usada pero en realidad poco comprendida. Parecería que para estar bien con uno mismo, debería bastar con decirse frases positivas, repetir fórmulas como «tú vales mucho», y lanzarse a afrontar la vida evitando el decaimiento de sentirse poca cosa.
Pero la autoestima es algo muy serio, pues la imagen que tenemos de nosotros mismos y nuestro aprecio de ella es un factor clave de nuestra actuación diaria, aunque no nos demos cuenta de ello. Las relaciones con los demás, la clave de interpretación de lo que nos sucede, están basadas en ese intangible que llamamos autoestima.
La autoestima puede entenderse como el grado de aprecio y valoración que tenemos hacia nosotros mismos, y que resulta de la concordancia o discordancia entre lo que soy, lo que creo ser y lo que desearía ser ( mi «yo ideal»), que es ese «alguien» con quien constantemente me comparo.
A mayor distancia entre lo que somos, lo que creemos ser y lo que desearíamos ser, más intensa la fricción con uno mismo y con los demás. La autoestima resulta de la concordacia o distancia entre esas tres imágenes. Se manifiesta en el aprecio que tenemos hacia nosotros mismos.
Ahora bien: ¿cómo se construye la autoestima? ¿Es posible repararla en la edad adulta, si es muy baja y nos provoca desazón y tristeza estarnos sintiendo siempre inadecuados?
La autoestima se construye sobre dos pilares:
- Nuestra historia personal y los mensajes que nos han dado sobre nosotros mismos, y
- Por una decisión propia: aceptarnos o no, para empezar a caminar de otro modo.
1. La historia personal
Desde que nacemos recibimos, con palabras y sin ellas, una serie de mensajes que nos hacen sentir más o menos dignos de recibir afecto, más o menos gratos y aceptables por parte de los demás.
Las primeras bases de la autoestima se configuran entre los 0 y los 3 años, en que las personas adquirimos o no una vivencia de confianza y seguridad básicas. La satisfacción de nuestras necesidades básicas de alimento, limpieza, caricias y cercanía del adulto que nos cuida, marca profundamente la sensación vital de que el mundo es un lugar seguro y que uno está bien instalado en él.
A partir de los 3-4 años empezamos a construir la futura autonomía, según las facilidades o inhibiciones que nuestro entorno nos ofrezca en la exploración del ambiente, la posibilidad de preguntar y recibir respuestas, el estímulo para aprender cosas nuevas y probar las propias capacidades.
A lo largo de la infancia nos vamos construyendo una imagen de nosotros mismos a base de las experiencias, los mensajes verbales y no verbales que los demás nos envían sobre nosotros mismos. Esa imagen recibida de las personas de referencia nos configura, en cierto modo nos define, aunque al confrontarla con el mundo interior nos hacemos una idea más personalizada sobre quiénes y cómo somos, qué tan “aceptables” resultamos para esas personas, y en definitiva si somos o no, dignos de aprecio.
En la adolescencia la imagen que tenemos de nosotros mismos entra en crisis, pues se transforma y se redefine al modificarse profundamente nuestro cuerpo e iniciar la madurez sexual.
Ese período de paso produce casi siempre una lucha interior, una vivencia de indefinición y uno se pregunta: ¿Quién soy? ¿cómo soy realmente?
Lo que solemos estar convencidos es de NO QUERER SER como nuestros padres y adultos de referencia hasta entonces. Se buscan otros modelos y nos encontramos confortablemente en el grupo de pares donde intentamos ser aceptados y queridos.
En estos momentos de transición, la seguridad de contar con el afecto de los adultos de referencia no parece importarnos, pero sigue siendo un elemento de valor para atravesar este pasaje con éxito
No todo el mundo sale de esta fase con una identidad personal muy definida; depende también de cómo se han cimentado las fases anteriores. Sea como sea, éste será un nuevo punto de partida para emprender la vida adulta.
Probablemente la edad adulta es el mejor momento para darnos cuenta de que de otros padres no habríamos nacido, que ser quienes somos es nuestra única posibilidad de existir en el universo… y asumir la propia vida es una opción de la libertad que no puede hacer nadie más que nosotros mismos. Sea cual sea nuestra historia, podemos plantearnos pasar al siguiente escalón.
2. Decidir quererse
Pero la persona no sólo es resultado de lo que los demás hacen de ella. También hay un elemento importante de auto-construcción; hay un punto de libertad en dar el paso de aceptarse a uno mismo o no. Por eso habría que completar dos frases muy célebres que marcan la cultura occidental:
Conócete a ti mismo (Frontispicio de Delfos): Conócete (y acéptate) a ti mismo.
Ser la persona que se es (Kirkergaard): Ser la persona que se es, (para ser la que puedes llegar a ser).
Una autoestima sana se fundamenta en lo que realmente somos: nuestra condición humana y nuestro modo de ser tal cual somos hoy, para poder crecer. Es un punto de partida.
Es bueno impulsar el círculo virtuoso [Aceptarse -> conocerse -> aceptarse] para avanzar y desarrollar las propias potencias, lo que podemos llegar a ser.
La autoestima tiene que evolucionar con nosotros. No puede anclarse en una edad de tal manera que cualquier cambio signifique una disminución de nuestro aprecio por nosotros mismos. Asumir la propia vida nos hace tomar las riendas de lo que nos suceda en adelante.
Favorecer la autoestima de otros no es fácil pero tampoco imposible. Sobre todo si intentamos focalizar las acciones (asertividad) más que el clima interior, que se nos escapa.
No podemos cambiar nuestra historia personal, pero sí la manera de leerla e interpretarla. Ir caminando en el sentido de dedicar apreciarnos es clave para caminar con más paz y entusiasmo.
Leticia SOBERÓN
Psicóloga
La Herradura, Granada (España)
Agosto 2017