El rostro, un icono

El rostro, un icono

Paseo por las calles húmedas de lluvia en primavera. Desde los escaparates, llenos de delgados maniquíes, esquivan mi mirada las fotografías de jovencitas que lucen prendas de última moda con mirada ausente y aire hastiado. El mismo gesto de incomprensible desdén con que suelen aparecer en las pasarelas y en las secciones de moda de revistas y semanales de periódicos. Esa general melancolía de las modelos resulta tan inadecuada a los elegantes vestidos que llevan como a su aparente bienestar. Así, en el caleidoscopio de la publicidad, el cuerpo y el rostro femeninos se multiplican bajo el prisma de una eterna primera juventud escasa de carnes y de alegría. 

A esa luz, muchas mujeres de a pie temen mirarse al espejo y afrontar cuán poco se parecen a tan exiguo modelo de belleza. Casi cualquier rostro de carne y hueso resulta tosco y sin gracia comparado con aquellas facciones regulares de labios displicentes. Ante el espejo, pocas pueden evitar un cierto desagrado al constatar las  características de un rostro “normal”, con sus particulares asimetrías. Y con el paso de los años, las indelebles pisadas que la vida les ha dejado bajo los ojos, en las mejillas y en el cuello; líneas que sólo podrían ser borradas por arte de bisturí. Pero… ¿serán más bellas, efectivamente, sin esas huellas que configuran su persona, su historia personal, su modo de vivir la vida?

¿Y si uno se atreviera a mirarse, no a la luz de aquellos estrechos esquemas de belleza, siempre excluyentes, sino al calor del hecho portentoso de simplemente ser? ¿Es que estar vivas no es causa suficiente para que brote la sonrisa? ¿Tendremos el valor de mirarnos a los ojos, sin condiciones ni prejuicios, maravillándonos de poder decir yo?  ¿O es que vamos a dejar que nos convenzan que sólo somos dignas de amor si nos parecemos a quien no somos? ¡Qué pobre espejo, el espejo convencional de cualquier moda! ¡Qué misterio en cambio cada rostro, icono de una historia, de sus preguntas y sus intentos de respuesta! ¡Qué necesitados estamos de darnos por fin un “sí” humilde y lleno de ternura, a nosotros mismos, limitados pero vivos, hoy y así, aquí y tal cual somos!

Cada rostro es un icono
Maravillarse de poder decir «yo»                                                                                                                                                            (Foto Pixabay)

Cuando nos damos ese “sí”, y caminamos hacia dentro de nosotros mismos, pasadas todas las antesalas del propio yo, en ese recinto silencioso hay una puerta que se abre hacia el patio interior de mi persona. En él brota una pequeña fuente, un pozo de aguas claras. ¿Y si me asomo, en un temblor, a su brocal? Tímidamente primero, más decidida después, oteo en el fondo y a esa Luz puedo mirarme sin ambages. Más allá de mi rostro, entreveo el de un gran Misterio que habita en mí, silencioso, paciente. Es un Misterio amoroso, cálido. Advierto mi persona como un icono hecho a su imagen. Cada minuto de mi vida marca mi cuerpo, y es rastro de su paso, de su abrazo, de su llama. ¡No me atrevería a quitar una sola de sus huellas! A pesar de las mentiras, en mí hay verdad. A pesar de las dudas, certeza. A pesar del temor, hay también mucho amor. A pesar de los pecados, hay belleza rescatada. ¡Su beso ha encendido todas las candelas del jardín!

Cuando salga hacia la calle, ningún rostro me será ya indiferente. A nadie podré ya comparar con prototipos fabricados a granel. En cada uno intuiré, como en el mío, el camino recorrido, el dolor y el gozo, la esperanza, los sueños. Querría abrazarles y decirles que sólo verán la hermosura de sí mismos si tienen el valor de decirse “sí” e ir hacia dentro reconciliados, descalzos y en silencio.

Leticia SOBERÓN
Psicóloga
Madrid
Abril de 2018

 

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