El civismo y los «niños de papá»

El civismo y los «niños de papá»

Pienso a menudo que en los países de occidente todos somos unos “hijos de papá” y que hemos adquirido actitudes propias de este segmento de población: unos niños mimados, que actuamos como si fuéramos hijos únicos de una familia muy acomodada (no podemos olvidar que estamos en la sociedad del bienestar). Estamos acostumbrados a vivir con una serie de comodidades y a gozar de unos medios materiales que nos resultan imprescindibles, a los que no se nos ha ocurrido siquiera renunciar.

Los “hijos de papá” además de no dar golpe, se creen con derecho a todo. Puesto que todo se les da sin esfuerzo, se acostumbran a usar de todo como si fuera lo más natural y no pueden soportar que les falte algo. Si no lo encuentran todo a punto se creen con derecho a protestar. Son ciudadanos de deberes olvidados —quizá nadie se los ha enseñado—.

No estamos acostumbrados a limpiar lo que ensuciamos
Sólo hay que asomarse a las plazas después de una fiesta

¿Qué nos ha inducido a esta vida de “hijos de papá”? Seguramente es resultado de la sociedad machista que obligaba a la mujer a permanecer en casa a cargo las labores del hogar. Nuestras madres mandaban fuera de casa el resto de la familia mientras ellas solas se ocupaban de las tareas domésticas. Ahora todo ha cambiado e incluso la madre tiene su empleo fuera del hogar; nos cuesta encontrar alguien en casa ya que todo el mundo rebosa de actividades.

Antes —sobre todo los hombres— éramos en unos seres preocupados por lo que teníamos ante los ojos, pero no sabíamos mirar lo que quedaba atrás, lo que correspondía a la madre o a las personas de servicio. Dejábamos los platos sucios, pero al día siguiente estaban limpios; no nos preocupaba la limpieza del lavabo porque ya había quien se encargaba de ello; la nevera siempre estaba llena; no nos preocupaba nada, pues siempre había alguien que recogía, limpiaba, ponía orden y lo tenía siempre todo a punto. Incluso podíamos organizar una fiesta con amigos que duraba hasta la madrugada y después levantarnos tarde y encontrar recogido lo que habíamos ensuciado. Todo era como por arte de magia, sin tocar nada todo volvía a estar en su sitio. ¡Nos educaron muy mal!  Estoy convencido que el hecho de las mujeres hayan salido de casa para trabajar, estudiar o simplemente para no estar esclavizadas, nos ayuda a tomar conciencia de lo que ensuciamos estando en casa.

Aquella “mala educación” se hace más evidente al salir del ámbito privado al público. Ahora ya no nos basta el “papá Estado” y necesitamos el “Estado- criada”. Nos vemos a nosotros mismos como angelicales, o sea que no molestamos nunca a nadie, que no rompemos nada ni ensuciamos plazas ni calles, porque alguien limpia por nosotros. 

Solo falta que uno se asome de madrugada a las plazas emblemáticas de nuestras ciudades después de haberse celebrado allí una fiesta —eso sí antes que la brigada de limpieza—. Muchos ciudadanos, cuando se levantan de una farra nocturna, el ayuntamiento ha barrido la suciedad que han dejado en las calles. ¡Y a veces son los que más exigen que todo esté aseado, limpio y esplendoroso! Nos manifestamos ecológicos y hasta amantes de la naturaleza, pero necesitamos una huelga de basureros para tener ante los ojos la suciedad que generamos diariamente. No nos conocemos como realmente somos, cuando nadie nos ha enseñado que el final de la fiesta no se produce hasta que todo está limpio y recogido. Que tengan que venir otros detrás a limpiar es de “hijos de papá”, de niños mal educados que nunca han tenido que limpiar la suciedad que ellos mismos producen.

El siglo recién acabado ha sido el de la lucha social para conseguir algunos derechos sociales y ciudadanos, que finalmente han sido aceptados y recogidos en nuestras constituciones y en los respectivos estatutos.

Los “niños de papá” se creen muy inteligentes porque han tenido la suerte de ir a buenos colegios. Piensan que ya poco les podrán inculcar sus padres, ya que ellos saben lo que tienen que hacer y se les oye decir que son responsables. Se sienten a gusto con sus propios actos y defienden su libertad hasta el extremo. Les parece que si obedecen ya no tienen libertad ni dignidad. Si han hecho siempre lo que han querido, ¿por qué dejarían de hacerlo al ser mayores o al salir del ámbito familiar y entrar en el cívico o de convivencia? Los “hijos de papá” no están acostumbrados a compartir ni su tiempo, ni su ocio, ni su casa con personas de otros entornos, de otras clases sociales y de otras barriadas. Tienen sus clubs, sus bares y pocas veces se mezclan con quien no sea de su clase.

Tal individualismo tan arraigado en nuestros días, no crea sociedad y acaba destruyendo toda posible convivencia. El ser humano es un ser social, necesita de los demás, sin los cuales no sería, no podría sobrevivir. Es evidente que la sociabilidad de los humanos es un contexto indispensable para el desarrollo del individuo. Por lo tanto, no puede ser un atributo meramente personal, también es social. Lógicamente, un niño, en la medida de su crecimiento, acentúa su individualidad y su libertad personal. Pero si permanece en este estadio no es más que un adolescente, y no hay nada peor que un adulto con actitudes adolescentes. La madurez se adquiere participando en el grupo, creando familia, equipo, contribuyendo con la propia libertad a construir sociedad y convivencia. En este sentido, los niños pequeños y los “niños de papá” suelen ser grandes dictadores. La sociedad de hoy es multiétnica, plurireligiosa y multicultural. Pero no sabemos mezclarnos, no hemos aprendido a vivir en la multiculturalidad y necesitamos cursos acelerados de convivencia. Ser sociable significa necesidad de compartir el proyecto de vida con nuestros semejantes. en una palabra: convivir.

Ahora nos toca trabajar duramente para llegar a los deberes humanos, si queremos garantizar una normal convivencia. Tenemos deberes para con nosotros mismos, para con los demás y para con la naturaleza. Tenemos el deber de acoger a los que van llegando, porque ellos tienen el derecho a un lugar donde vivir con dignidad. Tenemos el deber de ocuparnos de nuestros semejantes y ningún derecho a abandonarles a su suerte, a su destino de una patera, de un desierto o de unas mafias sin entrañas que se aprovechan de ellos.

La convivencia en todos sus ámbitos, no requiere vivir uno el lado de otro ni amontonados uno encima de otro, mientras nos ignoramos como personas. Convivir es compartir, y hay que aprender a compartir. Los “niños de papá”, como nuestra sociedad, tienen miedo a perder, y el miedo es un impedimento grave para compartir.

Jordi CUSSÓ PORREDÓN
Sacerdote y economista
Barcelona (España)
Julio de 2018

 

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