Una de las formas de violencia en que vivimos inmersos procede de nuestra propia voz. El volumen que utilizamos al hablar, así como el nivel de sonido que nos envuelve son reflejo y aliento de una forma agresiva de relación humana. Podemos hablar de otro modo.
Tras varios días de ruta por el norte de Europa en una caravana, decidí quedarme en el camping para descansar y coger fuerzas. A media mañana oí alguna puerta de coche al ser cerrada suavemente por hábiles manos. En ese momento fui consciente de que no se había oído en toda la mañana ni una voz, menos un grito. Solo el viento en las hojas de los árboles, el piar de los pájaros, el rumor como de río que quizás fuera la carretera… ¡Y no es que estuviera vacío el camping! Claro que mucha gente había salido a visitar la ciudad, pero se veía a bastantes personas aún: unos desayunando, otros caminando a los lugares comunes o haciendo deporte, del que solo se oía de cuando en cuando el rebote de la pelota en el suelo cuando habían fallado al cogerla. Todo ello me pareció extrañamente agradable.
Y es que, cuando estamos en lugares donde concurre mucha gente, nos hemos acostumbrado a que haya mucho ruido, música fuerte, o simplemente se hable a gritos, como si se estuvieran lejos unos de otros.
Según dicen los físicos, teniendo una audición normal, si habláramos a un volumen de veinte decibelios, estando a una distancia de dos metros podríamos oírnos perfectamente.
¿Por qué a veces hablamos tan fuerte? Generalmente suele ser porque hablamos sobre un fondo muy ruidoso: en el transporte público, en los bares, restaurantes, incluso en casa nos parece extraño que esté todo silencioso y por eso ponemos la tele, música…, ¡lo que sea, para no estar en silencio!
¿Qué pasaría si hiciéramos la prueba de no introducir expresamente ningún ruido cuando estemos en casa?
Hablar «con sordina»
Se me ocurre que, quizás así, llegaríamos a hablar con «sordina» como en un susurro, y eso podría aportar beneficios para la convivencia, para el bienestar, para la educación de nuestros hijos; nos daría paz y seguramente aumentaría nuestro buen humor.
Incluso podría llegar a ser beneficioso para la salud. Por ejemplo, para nuestra garganta que tanto padece en el momento en que, por estrés, lanzamos un grito. Sin haber sido educados para elevar nuestra voz, lo hacemos golpeando duramente con el aire nuestras cuerdas vocales, lo que las perjudica pudiendo incluso causar graves trastornos, en caso de hacerlo habitualmente. Desde esa perspectiva, entendemos el problema de tantos niños que a edad temprana están roncos o afónicos, por el simple hecho de imitar a los adultos cercanos, lo que les comporta enfermedades evitables.
Hay muchos problemas solapados en quien habla alto. A veces lo hace para sobresalir, o para que los demás estén pendientes de él y ser así el centro de atención. En lugar de conversar y escuchar lo que dicen los demás, quieren imponerse o arrollar, simplemente para que se les haga caso; o incluso llegan a achantar o amedrentar a los otros. Hay personas que se apoyan más en la fuerza —en la fuerza de la voz— que en la convicción de las palabras. Como aquellos intérpretes marrulleros que, como tocan mal, lo hacen muy fuerte para que pasen desapercibidos los errores que cometen.
Pero… ¿qué hay de ese poder hablar a veinte decibelios? ¿Qué hay de ese susurro oído solo por los interesados, los íntimos? ¿Nos lo permitimos? ¿Nos permitimos tener espacios donde, luego de haber pensado, podamos compartir nuestros sentimientos, vivencias, sin tener que levantar la voz? ¿Nos lo permiten los demás?
De lo íntimo a lo social
Pensemos que hablar con «sordina» es la forma del amor íntimo. Ningunos esposos al hacer el amor gritan «te quiero, te amo»; más bien lo dicen bajito, casi al oído, como una caricia más. Si lo gritaran, romperían la intimidad y el encanto.
Pues bien, A. Rubio decía que «quien no sepa modularlo todo en sordina, cuando está con los amigos, con la familia, no hablará bien fuera». Quien sí sepa hacerlo al estar con la gente, en el trabajo, en momentos de esparcimiento, de diversión, podrá hablar algo más alto, pero seguirá siendo un lenguaje de amor, nada estridente. Estridentes son las arengas políticas y militares que quieren imponerse, sugestionar, sustituir el pensamiento libre de las personas con su propio pensamiento autoritario, con falaces pruebas para manipular a la gente, sin respeto ni a su sensibilidad ni a su inteligencia ni a su libertad.
La voz es un caudal riquísimo de comunicación. El timbre, el tono que se utiliza, las matizaciones, las inflexiones, son elementos que la constituyen en un medio para expresar lo más profundo de nuestro ser, y ello la convierte en una ayuda eficaz para hacer llegar a los demás los pensamientos más sublimes y los más rastreros, el amor y la manipulación.
M. Vidal afirma que «en la amistad no puede haber distancias, porque si hay distancias no es amistad». Pues bien, si no puede haber distancias, no hace falta hablar con una voz alta; hablar con voz alta es empezar a poner distancias, es empezar a matar la amistad deseable en todo grupo humano para su convivencia.
Solo aprendiendo a hablar habitualmente «con sordina» con los más cercanos, podrá hablarse bien al estar en sociedad. Esa sería —y es para muchos—, una forma de lenguaje, que aportaría armonía a nuestro alrededor.
Montserrat ESPAÑOL DOTRAS, cantante
Barcelona (España)
Publicado en RE 66