Cuando viajamos a otros lugares, por ocio o por trabajo, tendemos a dejar la pretensión de dedicar un tiempo a la soledad y el silencio personales, algo tan valorado hoy desde distintas culturas y creencias. Queremos exprimir al máximo ese tiempo, ya sea para visitar cosas o para estar reunidos el máximo tiempo. Sin embargo, cuando en estos contextos se respetan esos espacios, el resultado mejora cualitativamente el trabajo es mucho más creativo y el ocio mucho más gratificante.
Da la impresión de que los espacios de reflexión, meditación, etc. pueden independizarse por completo del lugar en el que se realicen. Pero no es exactamente así. Ese espacio reflexivo nos relaciona con aquellos que tenemos alrededor: personas, actividades, realidades… Si la soledad y el silencio no son para aislarlos del mundo, sino para mejor vivir en él, entonces está referenciada al entorno humano en el que se realiza. Una soledad y un silencio desenraizados, que diera lo mismo hacerlos aquí o allá, serían una evasión. El psiquiatra Enrique Baca decía hace años que aunque todo el mundo cree que la mística aleja de lo humano, por trascender la naturaleza humana con el éxtasis, en cambio no es así, sino que encarna, interniza, hace sentir lo humano, incluso lo corporal, al máximo. La soledad y el silencio se parece más a un viaje submarino que a un vuelo aéreo. Más que elevarnos, ganar altura para dejar las cosas atrás y después aterrizar para acercarnos a ellas, lo que hacemos es sumergirnos en la realidad para viajar por dentro de ella y verla en lo más real para luego salir a la superficie, a lo más aparente.
Sí, los contemplativos deberían también viajar y contemplar en cada lugar, como hacía Teresa de Jesús. No se contempla cualquier sitio desde cualquier sitio. Siendo limitados, nos acercamos a cada ámbito para mejor poderlo contemplar.
Laia ROS
Artículo publicado en RE 65