Sosegarse en un mundo sin sosiego

Sosegarse en un mundo sin sosiego

El sosiego nunca es una casualidad. Es el resultado de un esfuerzo, el fruto de una ascética espiritual y física. Sosegarse es el primer movimiento, pues, sin sosiego, no hay posible acto contemplativo. La contemplación requiere, como condición de posibilidad, la paz interior, lo que los estoicos latinos llamaron la tranquillitas animae. 

Cuando la mente está alterada por un pensamiento o por un sentimiento muy intenso, cuando un núcleo problemático atrae su interés, la atención se focaliza en un punto y no se da la receptividad necesaria para dejarse sorprender por la realidad. La filosofía nace de la admiración, pero la admiración requiere sosiego. Por este motivo, en un mundo acelerado y sin sosiego como el nuestro, la tranquilidad tiene pocas posibilidades de sobrevivir. 

El gran obstáculo al sosiego es la dispersión del alma, ya sea de orden mental u emocional. El sosiego exige la renuncia a desear estar en todos los sitios; la renuncia a ocupar todos los lugares, a leerlo todo, a conocerlo todo. El afán por saberlo todo, por estar en todos los lugares, por desempeñar el máximo nivel de poder hace imposible albergar el sosiego.

Pasear por el mismo camino una y otra vez. Releer el mismo poema una y otra vez. Contemplar el cielo estrellado en invierno y en verano. Contemplar como fluye el rio ahora y mañana. La repetición es el único modo de penetrar en la estructura de la realidad, de apropiarse de ella. Sólo la reiteración del mismo acto hace posible que el paseante logre escuchar el camino, la llamada interior. La multiplicación de movimientos, el deslizamiento por la superficie calma la curiosidad primaria, pero no permite comprender lo que son las cosas. 

Cuando la necesidad aprieta, cuando cuece el dolor, cuando preocupa el futuro o cuando sangra alguna herida del pasado, el sosiego del alma se desvanece. Entonces, la receptividad plena, la atención pura a la realidad, deviene imposible. Los sufrimientos del yo pesan en exceso como para abrirse a la realidad, como para olvidarse de uno mismo y entregarse a la meditación filosófica. Sólo si uno es capaz de desasirse de sí mismo, de desprenderse de las necesidades del yo, puede abrirse a la realidad. 

La paz interior es tan extraña como insólita en la vida cotidiana, pues en la existencia humana, menesterosa por esencia, raramente se dan situaciones de total sosiego. Trabajo y lucha, como decía Sigmund Freud, son el sino de la existencia humana. Muy frecuentemente, en los escasos momentos de sosiego que uno degusta, el espíritu está como embotado, agotado por causa de la actividad laboral y es incapaz de asombrarse y de interrogarse por el ser de las cosas. 

Existen sosiegos parciales, breves paréntesis temporales, pequeñas pausas de tranquilidad que abren la senda al filosofar, pero de un modo discontinuo. El que se toma en serio la actividad de filosofar, sea o no un profesional de la filosofía, debe tomarse tiempo para tal actividad, para sosegarse y dejarse asombrar por la realidad. Como dice atinadamente Ludwig Wittgenstein, el saludo entre los filósofos debería ser: “¡Tómate tiempo!”.

El verdadero obstáculo al sosiego es el activismo, la obsesión por hacer cuantas más operaciones sea posible en el mínimo intervalo de tiempo. Esta pasión por actuar, nos hace insensibles al ser; sordos a su llamada. El sosiego mental, emocional y espiritual es la cuna de la contemplación y la contemplación es la fuente de interrogación, lo que activa la voluntad de conocer y el anhelo de comprensión. 

Darse tiempo para uno mismo, vaciar de actividades la vida personal es velar para que el sosiego tenga lugar. El activismo es, frecuentemente, una mera operación de ocultación, un mecanismo para rehusar la pregunta inherente al acto contemplativo; es decir, un acto de cobardía. 

Francesc TORRALBA
Catedrático de ética URL
Barcelona (España)
Marzo de 2020

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