Ha muerto José Jiménez Lozano, teólogo, ensayista y poeta abulense afincado en Valladolid. Agudo, mordaz, sabio, inquieto, Jiménez Lozano fue Premio Miguel de Cervantes de las letras españolas (2002). Su obra ha sido traducida al francés, al alemán, al italiano, al inglés, al checo, al ruso, al islandés y al holandés.
Recuerdo que en 1983, a raíz de su libro Duelo en la Casa Grande sobre la realidad de Castilla en los años de la postguerra participó en la tercera Cena Hora Europea organizada por el Ámbito María Corral, “Historias que acucian la historia”. Según el autor, las historias que en el libro se relatan, constituyen la historia social cotidiana, de cada día, la historia underground. Diríamos aquella intrahistoria de la cual hablaba Miguel de Unamuno para referirse a la vida tradicional o tradición eterna, que sirve de decorado a la historia más visible. Alfredo Rubio de Castarlenas, en esta misma cena-coloquio, calificaba el libro de “espeluznante, magnífico. Páginas negras, maravillosamente trabajadas… las historias personales concretas que aparecen en el libro narradas con toda minuciosidad. Al lado de algunos libros de Quevedo o de lazarillos y celestinas; junto con aguafuertes tétricos de Goya y cuadros tenebrosos de Solana; del brazo de las visiones de fealdad de Valle Inclán y emparentados con los Duarte, de Cela, tienen que ponerse los personajes de este Duelo que es el duelo de España.”
Estas referencias a la peculiar belleza del feísmo que fluye de los textos de Jiménez Lozano, constituye el fondo tenebroso de la luz que transparenta en su libro Los Ojos del Icono (Salamanca, 1988) una de las producciones bibliográficas que surgieron al hilo del gran ciclo cultural “Las Edades del Hombre”, ciclo que tuvo en Jiménez Lozano uno de sus pensadores. En el apartado “Los iconos del Paraíso” nos revela: “El olor del paraíso en la nariz humana es el de la tierra recién mojada por la primera lluvia, pero sobre todo de la que cae sobre un quejigal enteco en el estío, o con la que sueña el nómada en el desierto, a la sombre de una palmera, mientras allí cerca ramonean sus cabras. Y el icono del Paraíso en el corazón humano está también en el sueño de los amantes y en la esperanza de un pequeño trabajo con el que vivir, y, desde luego, en todas las imágenes desiderativas del gran arte.”
Y José Jiménez Lozano, el cristiano impaciente (como se auto cualifica en una divulgada obra suya), hacía suyos los versos del poeta checo Vladimir Holan, con una visión tierna y hogareña del más allá:
“¿Que después de esta vida tengamos que despertarnos algún día
al terrible estruendo de trompetas y clarines?
Perdóname, Dios, pero me consuelo
pensando que el principio de nuestra resurrección
lo anunciará el simple canto de un gallo…
Entonces nos quedaremos todavía un momento tendidos.
La primera en levantarse será mamá… La oiremos
encender sigilosamente el fuego,
poner sin ruido el agua sobre la estufa,
y coger suavemente del armario el molinillo del café.
Estaremos de nuevo en casa.”
José Jiménez Lozano, despierta, ya estás de nuevo en Casa, en el Paraíso.
Jaume AYMAR RAGOLTA
Historiador del arte
Barcelona (España)
Abril de 2020