Corporeidad y Espíritu

Corporeidad y Espíritu

 “Injerta los perales, Dafne,
porque, aunque tú no lo verás,
tus descendientes recogerán los frutos.”
Virgilio

“Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”
Antonio Machado

Desde el momento del primer llanto, cuando nacemos, iniciamos el proceso de comunicación con nuestro entorno. Primero, la percepción de la realidad externa como método para conseguir lo que necesitamos para sobrevivir: calor, alimentos, protección. Después, poco a poco, a través de las percepciones, iremos tomando conciencia de la propia existencia, del propio cuerpo, de la capacidad de movimiento; identificaremos las sensaciones que nos producirán emociones agradables o desagradables y elaboraremos nuestras respuestas.

«Puede ser que los valores de la fuerza del Bien
que hemos intentado cultivar durante nuestra vida,
vengan a iluminar nuestra corporeidad caduca
¡con la fuerza del espíritu!»

Pronto reconoceremos que entre el “yo” y el entorno hay una frontera que nos acompañará toda la vida. Del autorreconocimiento del propio cuerpo se crea el esquema corporal (somatograma), que abarca todo lo que está en “la parte de aquí”, bien diferenciado del entorno como “la parte de allá” y de este proceso se desprende el concepto de corporeidad. El somatograma es la información sensitiva-sensorial que permite a un individuo, en todo momento, sentir su situación en el espacio, la postura que en él adopta y los movimientos que realiza. La interrelación entre las dos partes de esta frontera, el “yo” y el “otro”, es, precisamente, la comunicación de la que he empezado a hablar.

Todos los seres vivos establecen formas de comunicación con el entorno del que dependen mediante el reconocimiento y la catalogación de todo lo que es “otro” y establecen complejas formas de convivencia con los demás mediante la socialización. En el proceso de la evolución desde nuestros ancestros hasta el homo sapiens aparecen los lóbulos frontales del cerebro que cambian la forma del cráneo. El hombre continúa gozando del cerebro primitivo (paleoencéfalo) que preserva todos los instintos y funciones básicas para la vida, pero elabora un neoencéfalo capaz de concebir ideas abstractas, razonar y reconocer la propia existencia, el superego, y la de los otros. Es el pensamiento, que es la memoria autoconsciente que rige la conducta.

Los seres humanos establecemos una interrelación tan compleja con el entorno que la socialización no tenía suficiente con el gesto y precisaba núcleos cerebrales dedicados a dar apoyo a este proceso de comunicación. Al mismo tiempo que se afinaban los músculos laríngeos, hacía falta una estructura cerebral que transformara las ideas en conceptos verbalizables como palabras y se producía un progreso en el cerebro humano que facilitaba tanto el habla como la expresión escrita. El área de Broca es una parte del cerebro humano involucrada en la producción del lenguaje, ubicada en la tercera circunvolución frontal, en las secciones opercular y triangular del hemisferio dominante en el lenguaje.

La capacidad del superego de los lóbulos frontales humanos para entender la propia vida le hace conocer la propia finitud, prever la senectud y la muerte y formular la pregunta fundamental del homo sapiens: ¿Cuál es el sentido de la vida? Y desde los vestigios de la existencia de nuestros ancestros, se han encontrado formas de religión adorando entidades espirituales que puedan dar al hombre la esperanza de una nueva existencia después de la muerte.

La evidencia de la senectud, la decadencia y el fin que nos espera le da a la corporeidad una importancia primordial: ¿Es todo lo que tenemos? Pero nuestro cerebro sabe que la vida continuará después de nosotros y se nos hace inaceptable la pérdida de esta vida y este cuerpo que nos permite gozarla. Aparece así un concepto abstracto que da otra dimensión a la corporeidad: el espíritu. El concepto de alma o de psique, o de pensamiento, es para unos pensadores fruto de un núcleo cerebral donde residiría el núcleo decisorio de comportamiento y, para otros, fruto de la dualidad corporeidad/alma que es fundamento de todas las religiones.

«Desde el momento del primer llanto,
cuando nacemos, iniciamos el proceso
de comunicación con nuestro entorno.»

No tenemos fundamentos científicos para averiguar la trascendencia post mortem de la vida humana y queda en el ámbito de la libertad de cada uno declararse “creyente” o no. Pero esta declaración personal no debería ser importante porque, si hay una existencia trascendente y un espíritu creador y resucitador, lo que nos pedirá no será qué ilusiones hemos tenido en nuestra vida sino, más bien, cómo nos hemos comportado.

El comportamiento, lo que en el uso de nuestra libertad elegimos hacer con nuestra corporeidad caduca, sí que es importante. Para calificar lo que hacemos, elaboramos precozmente conceptos como el bien y el mal que califican nuestros actos y condicionan todo lo que hacemos durante nuestro paso por la vida.

Si pensáramos que todo lo que nos pasará en la vida ya está determinado por las circunstancias del nacimiento -como los griegos creían en el determinismo, en el que decidían los dioses del Olimpo- no sería necesario que nos esforzáramos demasiado en lo que hacemos con nuestro cuerpo, porque ya está todo decidido y no podríamos cambiar nada. Sólo intentar averiguar lo que nos espera consultado el vaticinio del oráculo.

Mientras somos jóvenes y estamos bien, pensar en aprovechar el momento y desarrollar un narcisismo hacia nuestra hermosa persona “antes de que la cuerda se acabe”. Pero si consideramos que el pensamiento humano, aun siendo elaborado por la corporeidad efímera, puede trascender de alguna manera después de nuestra muerte, tal vez sería bueno construir unos valores que dieran sentido a la vida. Unos valores como ayudar al prójimo, ser honesto.

Cuando vamos por la calle y estamos bien, todos parecemos iguales, los demás solo ven los distintivos externos de nuestra corporeidad. Pero cuando llega ese momento del sufrimiento físico o psíquico que en algún momento de la vida a todos nos llega, cuando perdemos el narcisismo de la belleza, cuando el bastón nos acompaña por el camino de la decadencia, puede ser que no tengamos nada más que esa bien visible ruina, o que se manifieste una fuerza interior que nuestra apariencia externa no manifestaba. Puede ser que los valores de la fuerza del Bien que hemos intentado cultivar durante nuestra vida, vengan a iluminar nuestra corporeidad caduca ¡con la fuerza del espíritu!

«¿Cuál es el sentido de la vida?»

No es fácil subir montañas. Pero cuando el cuerpo es fuerte y tienes la esperanza de alcanzar la cima, encuentras las fuerzas. No obstante, en la vida, todo lo que se sube después hay que bajarlo, y cuando se va perdiendo el vigor o cuando llega la enfermedad, nos preguntamos por qué nos toca pasar ahora por este camino tan oscuro. Si todo lo que habíamos construido era nuestro cuerpo, cuando éste cae, cae todo. Pero, si con la ayuda de nuestra corporalidad hemos construido valores, éstos se manifiestan ahora, como una epifanía, y aquella bondad que practicábamos en la intimidad, se manifiesta en todo nuestro entorno. ¡Vivamos la decadencia con alegría, resignación y fuerza para mantener la esperanza!

Somos quienes somos gracias a todos los que nos han precedido y lo que nos ha legado la civilización, la cultura, la lengua, la música, el conocimiento y, también, la fuerza del pensamiento que a mí me gusta llamar la fuerza del espíritu. Tal vez, todo es fruto material de nuestra corporalidad, pero no hay duda de que ha persistido después de la muerte y que no se llevaron nada de lo que hicieron en su vida. ¡Injertaron los perales cuando sabían que ellos no podrían comer ninguna de sus peras!

Si el espíritu era antes que el cuerpo o fue el cuerpo quien creó el espíritu, insisto, no me parece lo más importante porque son formas de hablar y lo importante son las formas de vivir y de hacer. Lo importante es que el espíritu se manifestó a través del cuerpo y nosotros somos testigos de ello y este legado nos acompañará en nuestra propia decadencia hasta que podamos emprender nuestro último viaje ligeros de equipaje, dejando como legado los perales bien injertados y la sonrisa que habremos compartido con las buenas compañías que hemos encontrado por los caminos de la bondad y del amor. ¡La Fuerza del Bien, que quizás habíamos ido construyendo con nuestra corporalidad, nos ayudará a despedirnos con la luz de la esperanza!

Jordi CRAVEN-BARTLE
Médico oncólogo, bioeticista y músico
Publicado originalmente en RE catalán núm. 98

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