Fraternidad existencial base de una sociedad post-Covid-19

Fraternidad existencial base de una sociedad post-Covid-19

Muchas cosas se han dicho en torno a la pandemia de la Covid-19 que hemos sufrido. Lo que nos ha tocado vivir ha despertado miles de expectativas y sobre todo muchas preguntas, con variedad de respuestas. La mayoría de expertos dicen que el coronavirus será una oportunidad, que implicará un salto cualitativo de la sociedad, y que una vez superemos la pandemia, nuestro mundo será diferente, que cambiaremos actitudes y valores.

«Basarse en la fraternidad existencial es aceptar que quienes
conviven conmigo, o quienes residen en otros lugares del mundo,
no son extraños a mi persona o a mi familia.»

A pesar de todo me pregunto, ¿qué sabemos ahora que no conociéramos antes? Todo lo que hemos vivido, nos sitúa frente a nuestra vulnerabilidad, fragilidad e incertidumbre. Pero estas cualidades, no son nuevas, siempre las hemos tenido. Es curioso que las cosas de siempre, ahora parezcan más nuevas que nunca, que las cosas evidentes no hayamos sido capaces de verlas, y por tanto, de asumir y apreciar. Como hemos dicho otras veces, el día que llegamos a casa y pulsamos el interruptor, y no se enciende la luz, es cuando nos sorprendemos y estudiamos cómo funciona la electricidad de la casa. Pero si habitualmente pulsamos interruptores y todo se ilumina, perdemos capacidad de sorpresa y, por tanto, de hacernos preguntas. El virus Covid-19, sólo ha sido un interruptor que ha desbaratado la vida cotidiana y nos ha cuestionado la manera de vivir, de relacionarnos, de trabajar, e incluso de amar. Sin embargo, no nos plantea nada nuevo, sino que nos pide dar respuestas nuevas a temas que son de siempre. En unos años, veremos si hemos encontrado nuevas vías o si una vez superada la pandemia, nos dejaremos arrastrar por la riada del sistema, por la necesidad de sobrevivir, por la mal llamada normalidad.

Todos vamos en una misma nave

Los autores nos dicen que todos vamos en una misma nave, y que la pandemia nos ha hecho dar cuenta de que todos los seres humanos somos iguales y que nuestra vulnerabilidad se ha puesto de manifiesto en todos los niveles sociales y en todos los continentes. Seguramente habría que matizar esta afirmación, porque no hay duda de que haber nacido en Europa o África nos sitúa en el mismo mar existencial, pero no en la misma nave, porque todos no tenemos las mismas oportunidades, ni los mismos recursos económicos y sanitarios (ni la misma responsabilidad). No han pasado la enfermedad por igual los ricos que los pobres, la gente mayor que la gente joven. La enfermedad nos ha afectado a todos, pero no todos han sido cuidados de la misma manera. Una vez amainada la tormenta, deberemos decidir si seguimos en barcas diferentes, o si para navegar por la vida, queremos ir todos juntos en una única nave, si queremos vivir en un mundo fundamentado en las diferencias o si queremos encontrar una base común que nos vincule y nos haga sentir que somos un nosotros plenamente inclusivo.

Nadie elige dónde quiere nacer

«Si dejamos de lado los apriorismos y los prejuicios,
veremos que es mucho más lo que nos une
a los seres humanos que lo que nos separa.»

No hay duda de que somos de un lugar, es decir, que todos hemos nacido en un sitio u otro. Algo tenemos todos en común, que nadie ha elegido dónde quería nacer ni cuál sería su nacionalidad. Esto lo han decidido otros por nosotros, nuestros progenitores, que con sus acciones y decisiones, son los causantes que seamos de un país u otro. Nosotros nos encontramos siendo catalanes, castellanos, bolivianos, o chinos… Este lugar es nuestra posibilidad de existir, por tanto, no tenemos ningún mérito de ser de un sitio o del otro. A medida que vamos creciendo vamos aprendiendo de las realidades de ese espacio y tiempo donde hemos nacido. Aprendemos una lengua, unos hábitos, costumbres, tradiciones, historia, etc. Todo lo que forma parte de ese lugar nos va configurando y va creciendo con cada uno de nosotros. Somos lo que somos y de esa geografía, colores, olores, clima, y ​​la cultura que vamos heredando de nuestros adultos. No hay duda de que con el paso del tiempo acabamos amando lo que somos y todo el envoltorio que nos ha ayudado a crecer y a convertir en personas maduras. Y de repente, un virus, nos ha hecho dar cuenta de nuevo, que da igual de dónde eres, dónde vives, o qué has estudiado, porque todos tenemos las mismas necesidades, todos somos igual de vulnerables, de frágiles y de mortales.

Nos hemos encontrado aquí, en medio de este mundo, rodeados de árboles, piedras, agua, bacterias, virus, estrellas, planetas, animales y seres humanos. Este mundo es la casa de todos, y todos debemos tener los mínimos para vivir dignamente. No tenemos derecho a vivir al margen de los demás, obviando lo común a todos, porque nadie puede existir o vivir sin los demás. Basarse en la fraternidad existencial es aceptar que quienes conviven conmigo, o quienes residen en otros lugares del mundo, no son extraños a mi persona o a mi familia. No existe ningún ser humano que pueda ser menospreciado o considerado extraño o inferior en dignidad respecto a otros, puesto que cada uno tiene un valor existencial como ser único e irrepetible. Y esto lo compartimos con todos los existentes en igualdad de condiciones.

Es mucho más lo que nos une

«La solidaridad significa ayudar al más débil, al que no es de mi grupo,
de mi pueblo, nación o continente, a quien no conozco personalmente,
pero de quien conozco sus carencias y sufrimientos.»

Si dejamos de lado los apriorismos y los prejuicios, veremos que es mucho más lo que nos une a los seres humanos que lo que nos separa. Que las cosas que nos hacen realmente felices son: vivir, amar, tener amigos, respirar, tener un techo… Que los valores más comunes a todos son superiores a los que a menudo valoramos desde la corta mirada de cotidianidad. Da igual si danzo de una u otra manera, si como arroz, patatas o trigo; lo común a las personas es comer y hacer fiesta, la diversidad de lo que comemos añade un plus, pero no es lo que nos hace mejores seres humanos. El post-Covid-19 es una invitación a cambiar nuestra mirada de la realidad, a buscar lo que nos une y no las cosas que nos separan, a trabajar para que la fraternidad existencial sea el fundamento de cualquier edificio social que tengamos que construir.

El coronavirus ha puesto en evidencia que desarrollar la solidaridad se ha convertido en una necesidad urgente si queremos alcanzar un mundo que respete la dignidad de las personas y los derechos humanos. La solidaridad significa ayudar al más débil, al que no es de mi grupo, de mi pueblo, nación o continente, a quien no conozco personalmente, pero de quien conozco sus carencias y sufrimientos. La solidaridad se da entre personas que en su mayoría no se conocen, pero saben de su mutua existencia, de sus dificultades y necesidades. Somos solidarios con otro –sea quien sea– porque existe como yo.

Desde el momento del nacimiento, la primera lección que debe aprender todo ser humano es que la fraternidad existencial es la fuente de donde brota la inquietud, la preocupación por el más débil, por el más necesitado, y que vivir la solidaridad es la clave para que nadie tenga que ahogarse en el mar de la vida.

Todos estamos llamados a vivir y desplegar nuestras potencialidades por el bien de todo el planeta y de todo lo que existe. La fraternidad existencial es un fundamento que puede liberar a nuestras sociedades de viejas inercias y a la vez consolidar la solidaridad para edificar un mundo más justo y pacífico.

Jordi CUSSÓ
Director de la Universitas Albertiana
Publicado originalmente en RE catalán núm. 103

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