Como en todas las guerras, la que se desarrolla ante nuestros ojos atónitos contiene una pugna por el relato, la narrativa dominante, que explique, justifique y dé sentido a las acciones de cada bando.
Esta guerra de relatos es la primera de la historia que fluye y refluye en medios digitales, en el barullo de las medias verdades, las versiones contradictorias y las «fake news» a escala global, mezcladas con testimonios directos y en tiempo real.
Han podido verse vídeos compartidos desde dentro de las ciudades invadidas, y también imágenes de satélites que muestran la magnitud del asalto. Pero no conviene a los señores de la guerra que se difundan imágenes comprometedoras y contrarias al relato que quieren imponer en sus áreas de influencia: se justifican en la defenestración de un «gobierno neonazi» (el ucraniano) y la defensa de la población pro-rusa de las provincias del este de Ucrania, supuestamente acosada por ésta. El relato de los atacantes utiliza la historia como arma arrojadiza para explicar por qué su país se siente amenazado, afirmar que el destino de Ucrania es ser una región más de la gran Rusia y debe conservarse neutral y amiga (dominada). Se ha tejido cuidadosamente la construcción del enemigo, una imagen necesaria para aglutinar a la población en torno al líder salvador y omnipotente que les protege en toda ocasión.
Así pues, se toman las medidas necesarias para que la población dentro de Rusia se informe únicamente de las fuentes oficiales: se silencian los medios de comunicación críticos, se cierra el acceso a las redes sociales occidentales, se castiga con la cárcel la difusión de versiones distintas a la oficial respecto al desarrollo de la «acción militar especial», se aplica la censura a todo tipo de mensajes. Se encarcela a los opositores. Todo, con tal de mantener en la cabeza de la población una narrativa heroica y patriótica que exalte la labor militar valiente y benemérita de sus soldados.
Por su parte, la fuerza de Ucrania no está en su ejército —la décima parte del ruso—, sino en la resiliencia de su gobierno, encabezado por su presidente, la cohesión de su población y una narrativa robusta de defensa legítima de su derecho a existir del modo que ha elegido. Apela a la solidaridad occidental para continuar en la senda de desarrollo de las libertades y formar parte de la familia de naciones democráticas europeas, con equilibrio de poderes, reducción de la corrupción y libertad de expresión. Muchos de sus compatriotas lo desean así.
Este relato se extiende fuera de la zona de conflicto a través de todos los medios posibles, convencionales y digitales, que muestran desde distintos ángulos la indefensión de los ucranianos civiles ante los ataques de sus ciudades y pueblos. Así, brota la adhesión de millones de personas, occidentales o no, que exigen a sus gobiernos solidarizarse con Ucrania y se vuelcan en gestos solidarios para aliviar a los refugiados.
Pero la guerra de relatos está lejos de haber terminado.
Entonces… ¿debería de buscarse en este conflicto la redacción de un «relato neutral» y equidistante entre la visión de unos y de otros? ¿Cuál debería de ser el criterio para la valoración de eso que antiguamente se llamaba «la verdad»?
No parece que en este caso se pueda ni se deba buscar equidistancia. Defender y acoger a las personas indefensas e inertes —sea cual sea su nacionalidad, lengua, ideología— es un deber prioritario. Pero eso no significa colocarse en la trinchera contraria y revestir de prejuicios y violencia el relato de los agredidos. En el ámbito de la comunicación el criterio no es sólo la verdad —las verdades concretas y diarias llamadas «hechos»—, sino asimismo el bien. El bien entendido como defensa de la vida, reconocimiento de la dignidad de cada persona, custodia del planeta, respeto de las opciones libremente asumidas por los demás.
La conocida frase «por sus frutos los conoceréis», viene aquí a iluminar el camino que aún debemos recorrer. Cuando nos lleguen interpretaciones de los hechos, analicemos los frutos de aquello que nos contamos. Allí donde se planteen simplismos de buenos y malos, donde se construya un enemigo genérico que despersonalice a los individuos de una etnia o lengua, se suscite violencia, odio y prejuicios hacia personas desconocidas, están las semillas de futuras guerras.
No permitamos que se nos enferme la mirada. Podemos y debemos ponernos activamente del lado de los agredidos, acogerlos y apoyarlos, pero desactivando el posible odio hacia los agresores, tantas veces víctimas de esas narrativas que les envenenan el corazón. Busquemos incansablemente el bien de los presentes, de cada persona que realmente existe, y que —las más de las veces— sólo desea vivir y poder amar.
Marzo de 2022