Apocalipsis
Soy especialista de Humanidades y me complace utilizar en mis artículos narraciones de contenido simbólico, comprensibles, no sólo para las comunidades a las que iba dirigida, in illo tempore, sino a las de hoy, porque sus conceptos siempre transmiten sabiduría perenne y perpetua.
Por esta razón, cada vez que miro, escucho o leo noticias sobre la Covid-19, retumban dentro de mí, como si fueran tambores de guerra que anuncian la llegada galopante de los cuatro jinetes del Apocalipsis, preludio del fin del mundo. Cada uno de ellos cabalgaba un caballo de simbología diferente: rojo, la guerra; negro, el hambre; pálido, la muerte y blanco, la palabra de Dios. Con el triunfo del jinete del caballo blanco, llegará el «juicio final», donde los hombres buenos tendrán la paz eterna.
La guerra, el hambre y la muerte, señorean hoy por la Covid-19 que cuenta las muertes por cientos de miles y los contagios por millones y pone en riesgo de perder el trabajo en más de 195 millones de puestos de trabajo, según el Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra y la amenaza de que la «Cuarta revolución Industrial», la era de los robots, sea la hecatombe del trabajo como la entendemos hasta ahora. La muerte no es sólo física, sino la vida sometida, carente de libertad, sin sentido que nos convierte en zombis vivientes.
Otras pandemias no víricas pero sí mortales, como el hambre, cabalgan en caballo negro, hoy como nunca. Nos lo dice, el Jefe del Programa Mundial de Alimentos (PMA), de Naciones Unidas, David Beasley: «Esta pandemia hace que el mundo corra el riesgo de sufrir el hambre de “proporciones bíblicas”, si no se toman medidas urgentes y que podríamos pasar de 135 a 250 millones de famélicos», publicado en el diario El Punt Avui (25 de mayo de 2020).
También diviso el caballo negro desbocado por el cambio climático que provocará un hambre incalculable. Todo esto, qué escándalo, qué ignominia para la sociedad del siglo XXI, tan ufana con la proclamación de los Derechos Humanos.
El galope de los cuatro caballos levanta el polvo que no deja ver más allá de la nariz, del propio ombligo que hace opaco e incierto el futuro. Quedarse sin trabajo, la pérdida de seres queridos, generan incertidumbre y miedo que se manifiesta con síntomas de angustia, ansiedad, tristeza, dolor, depresión, desesperación y también de resentimiento y odio.
Un dossier de la periodista Thais Gutiérrez, publicado en el diario ARA (24 de mayo de 2020), nos dice que la Covid-19 nos ha hecho perder las riendas de nuestra vida, y los expertos alertan de que esto puede provocar secuelas en la salud física y mental, mayor propensión a las peleas y mayor vulnerabilidad ante los populismos. El reportaje estima que puede afectar al 46% de los españoles.
¿Estamos ante los síntomas de autodestrucción del mundo previos al final del mundo?
Josep Pla (1897-1981), escritor y periodista, figura referente de la literatura en catalán de todos los tiempos, siempre pícaro y realista, lo tiene claro: «La naturaleza es lo más salvaje que hay. No respeta absolutamente nada. ¿Cuántos amigos se nos han muerto de jóvenes? No hacen falta las guerras ni nada más. La naturaleza se encarga de todo». Nuestro enciclopédico tiene gran parte de razón, pero no toda. Muchos males nos vienen de nuestros constructos mentales, bajo qué creencias actuamos. Sin embargo, ciertas creencias que se han hecho dueñas de nuestra mente nos han deshumanizado.
Desde esta perspectiva me permito afirmar que no estamos en el preludio del «fin del mundo», sino del «fin de un mundo deshumanizado» para dar paso a un «nuevo mundo más humano» cabalgado por el «caballo blanco» portador de los anhelos básicos esenciales de la naturaleza humana, reconocidos por las principales religiones y filosofías de todos los tiempos:
- La dimensión intelectual que aspira a la VERDAD
- La dimensión estética que aspira a la BELLEZA
- La dimensión moral que aspira a la BONDAD
- La dimensión espiritual que aspira en la UNIDAD
Empujar al «jinete blanco» se ha hecho después de cada pandemia, de cada guerra, en definitiva de cada crisis social, económica, política que ha existido desde el Génesis (siguiendo la simbología bíblica) hasta la fecha, que han permitido vislumbrar los anhelos, ahora desgraciadamente nublados, dañados y descolocados.
La premisa de cómo hacerlo nos la dice la filósofa Marina Garcés en Humanidades en acción cuando comenta que la vida no es vida cuando se rinde a la servidumbre. Nos sentimos humanos no cuando tenemos soluciones para todo, como pretendemos que tengan las máquinas, sino cuando podemos decir: «De esto me puedo ocupar, de esto nos podemos ocupar, es nuestro problema». Para resolver un problema, debemos saber cuál es su causa y preguntarnos.
¿Por qué nos hemos deshumanizado?
Puede haber diferentes explicaciones, desde la ciencia, la filosofía o la historia; sin embargo, me permito ofrecerles una pequeña cata de lo que dice un sabio de nuestra casa. Me refiero a Lluís Duch (Barcelona, 1936 – Montserrat, 2018), monje de Montserrat, doctor en antropología y teología, profesor universitario, de extensa obra publicada. Me sirvo de su obra Religión y mundo moderno en el capítulo sobre «La razón burguesa: el hombre como sujeto de necesidades»: «…Los orígenes de la burguesía hay que buscarlos en la Edad Media tardía. Por aquel entonces en las ciudades de Europa, la clase burguesa concentró toda su energía en la producción de los diversos productos manufacturados y también del comercio. De esta forma conquistó un status propio frente a la nobleza feudal; a menudo incluso alcanzando una ventajosa posición en relación con ésta.
…La burguesía logró una importancia decisiva mundialmente mediante la unión de la forma de producción capitalista y la explotación colonial de las tierras recientemente descubiertas.
…De ahí que sea de afirmar, sin ningún afán, que la burguesía desarrolló la mentalidad que estaba totalmente de acuerdo con tratamiento explotador de los demás y dependía. Estableció una actitud ‘racional’ ante todos los problemas de la existencia, lo que la distanciaba del orden establecido. Sin embargo, éste no pudo enfrentarse con los burgueses enriquecidos, porque disponían de unos medios de análisis de la realidad que eran mucho más precisos que los que tenían los monarcas o los nobles.
…Hegel puso de relieve que el principio que hizo posible el triunfo de la burguesía se basa en que el individuo se convierte en un sujeto de necesidades… Así pues, el principio de la sociedad burguesa es, según Hegel, la individualización, la interdependencia entre los miembros de la sociedad es valiosa exclusivamente en la medida en que los demás pueden ser piezas útiles para alcanzar las metas que se ha fijado el individuo.
…La “ideología colonial” tiene su fundamento en la concepción burguesa de la vida, en la que, además del conocido aforismo homo homini lupus que designa el estado de beligerancia de los individuos unos con otros, se expresa muy bien mediante este otro: el fin justifica los medios.
…En el campo económico, las sociedades post-capitalistas son formaciones de la racionalidad técnico-económica, la cual se ha ido apoderando poco a poco de todos los sectores de la realidad social (trabajo, vivienda, recreo, consumo, familia, cultura, medios de comunicación, etc.). Esta forma de configurar las relaciones interhumanas da lugar a la “sociedad de control”, ya que ésta es la base imprescindible para alcanzar la rentabilidad cada vez mayor. Los hombres y las cosas se convierten en realidades intercambiables, que funcionan como ‘mercancías’, lo que significa que lo único valioso en el hombre es su posible valor de cambio.
…Hay que hacer constar que, a principios del siglo, Charles Péguy vio muy lúcidamente la “desestructuración” de lo humano que lo económico había introducido en el mundo moderno: “Por primera vez en historia del mundo, el dinero es solo hito a hito con el espíritu. Por primera vez en la historia del mundo, el dinero es señor del sacerdote como es señor del poeta, como es el señor del escultor y del pintor”».
¿Seremos capaces de mutar?
Utilizo el verbo «mutar» con toda la «santa mala intención». No soy biólogo y por tanto ignoro su complejidad científica, hoy afortunada y ampliamente difundido. Lo utilizo en el sentido primario cuando decimos popularmente: «Cuando pasan a ser hombres, a los niños se les hace una mutación en la voz».
Precisamente la mutación que reclamo es la que da la voz del niño al adulto. El adulto que sabe ver, juzgar y actuar ante los problemas que le plantea la vida, manteniendo la inocencia, la transparencia, la curiosidad y la imaginación de los niños. Sin embargo, hay adultos que se mantienen como «niños mal criados». El niño rebelde, narcisista y egoísta que sólo procura para su supervivencia, su propio estatus y su territorio. O sea, que su posición no retroceda, ni un milímetro, pisando toda competencia.
Sinceramente creo que hay muchos «niños mal criados» que han carcomido y convertido en aluminosis las paredes maestras de nuestras instituciones y organizaciones sociales, políticas, económicas e incluso religiosas, construidas con materiales nobles de proclamas, manifiestos fundacionales, misiones y constituciones, pero que al fin y al cabo hacen buena la frase del pensador francés, Michael de Montaigne: «El saber que no les ha llegado al alma, se les ha quedado en la lengua». O sea mucha retórica y muy poca ética.
Los «niños mal criados» están anclados en la mentalidad burguesa descrita en el párrafo anterior y deben mutar, expulsando la mentalidad «yo gano y tú pierdes» que conduce al hambre, a la vida infrahumana y a la muerte física o psíquica.
En este artículo me permito apelar a todos los que lideren gobiernos, instituciones, organizaciones con o sin ánimo de lucro, que hagan una inmersión en sus postulados fundacionales, que honestamente les sirvan y no «se sirvan de ellos». Que las políticas que se deriven surjan del lema «nosotros ganamos y vosotros también».
Que monten definitivamente el caballo blanco y se comprometan inexcusablemente al hacer posibles los anhelos e inquietudes del hombre y mujer del siglo XXI.
El psicólogo humanista Carl. R. Rogers (1902-1987) los detalla admirablemente:
- Persona en proceso. Convencimiento de que la vida es dinámica y de cambio permanente. Vive este proceso como una riqueza, a pesar de sus riesgos.
- Capacidad de amar. Es gentil, sutil, aguda, no moralista, no juzga.
- Contacto con la naturaleza y con conciencia ecológica.
- Anti-institucionalidad. Siente antipatía por las estructuras inflexibles, altamente estructuradas o burocratizadas.
- Autoridad interna, confianza en su propia experiencia.
- Valora más ser que tener.
- Tendencia al desarrollo espiritual.
Quiere encontrar el sentido y significado de su vida que va más allá de lo que es humano; examina los caminos por los que la persona ha encontrado valores y fuerzas que le permitan trascender y vivir con paz interior.
Éstos son los «signos del tiempo», el caballo blanco de la dignidad. Permítanme que acabe el artículo con una frase del poeta y premio Nobel de literatura Rabindranath Tagore (1861-1941): «Yo dormía y soñé que la vida era alegría. Me desperté y vi que la vida era servicio. Serví y vi que el servicio era la alegría»
Pere REIXACH
Especialista en Estudios del Pensamiento y Estudios Sociales y Culturales
Publicado originalmente en RE catalán núm. 103