Todos tenemos, de forma ineludible, dentro de nuestra humanidad compartida, una voluntad de reducir el sufrimiento, que muy a menudo intentamos evitar. En algunas ocasiones puede ser útil y beneficioso, pero en otras circunstancias en que no es posible evitarlo, puede resultar perjudicial, ya que no permite drenarlo y transformar este padecimiento de forma fértil. Quizá por este motivo Anthony de Mello hablaba de la importancia de «sufrir para no sufrir». Poder estar en contacto con el sufrimiento inherente a la vida, ineludible —el contacto con la enfermedad y la muerte— para poder vivir de forma consciente la vida, con toda su amplitud y riqueza. Sólo asumiendo la transitoriedad de la vida la podemos vivir intensamente.
La evitación tiene muchas formas, como, por ejemplo, la de posponer y pensar que algo externo nos «salvará»: «Cuando la Covid se acabe… cuando tenga pareja… cuando tenga hijos… cuando me jubile… cuando mis hijos sean mayores…». Si pudiéramos hacer una «radiografía» del sufrimiento humano compartido, quizás tendría la característica de no estar centrado en el presente. Podemos estar focalizados en recuerdos de tiempos pasados (cuando son agradables, con añoranza; cuando desagradables con rumiación y pena) o futuros (anticipando posibles situaciones negativas o catastróficas, dependiendo de la imaginación de cada uno).
La ansiedad y el estrés son una expresión del miedo. Esta emoción «nos para o nos dispara», nos bloquea o nos hace hiperactuar, nada más lejos del comportamiento adaptativo y que equilibra. Como me dijo una persona con una buena capacidad de darse cuenta de las propias vivencias: «La ansiedad es querer lo que no tienes y no querer lo que tienes». Por lo tanto, es un estado de insatisfacción, de no poder valorar lo que se experimenta en el momento presente.
Otra característica del sufrimiento sería la falta de valoración propia, lejos de un egoísmo sano que nos permite ser generosos, además de con los demás, también con nosotros mismos. No para vanagloriarnos, de forma inflada artificialmente (como es el caso del perfeccionismo o el narcisismo) ni denigrada y devaluada… Sino en una estima natural, espontánea, libre y que a menudo ha sido malentendido como egoísmo puro y que tanto daño ha hecho en el ejercicio saludable del cuidado de uno mismo. La autoestima está influida por los juicios que tenemos de nosotros mismos. Un constante juicio no ayuda a esa naturalidad y espontaneidad que nos permite expresarnos, siempre con respeto, de forma auténtica.
El mindfulness, o conciencia plena, nació con la motivación de reducir el sufrimiento. Hay que aclarar que no es una técnica más a aplicar, sino que es un método, en el sentido literal de la palabra: un camino. No se trata de un camino sólo teórico, sino que se convierte en una práctica vivencial. Las capacidades básicas que se pretenden desarrollar con el mindfulness, entre muchas otras, son cuatro. Y no son escogidas de forma azarosa: es un diseño cuidadoso, fruto de una vasta experiencia milenaria. Responden al tratamiento del sufrimiento humano que se ha comentado anteriormente, y en el orden mencionado: situarse en el PRESENTE, en el NO JUICIO de la experiencia (reduciendo autovaloraciones), SIN OBJETIVOS (por tanto, no situarse en un tiempo futuro mejor) y en la ACEPTACIÓN de la experiencia tal como es, que permite que se drene y se transforme de forma natural. Estos componentes básicos deben acompañarse de la actitud adecuada (generosa, compasiva, altruista, con dignidad) que es lo que conforma todo su sentido.
Curiosamente el mindfulness es un método aparentemente paradójico: si no quieres algo, acéptalo de forma íntegra, en el momento presente. No con resignación, sino aceptando el punto donde estás, ya que la aceptación es un movimiento interno que permite el cambio real. La aceptación es, por tanto, el inicio de donde se parte para desarrollar las capacidades, el humus (de donde proviene la palabra humildad) para poder fomentar el crecimiento humano.
Otro componente crucial del mindfulness es el trabajo de la atención y de la calma mental. La vida que experimentamos está donde ponemos nuestra atención. La emoción del miedo favorece que la atención se ponga en todo lo que puede resultar una amenaza, por lo tanto, se tiene una atención selectiva a elementos que se interpretan como perjudiciales. Uno de los trabajos de la conciencia plena es abrirse a toda la experiencia, de forma ecuánime, también a todos los elementos constantes que nos pueden pasar inadvertidos: la belleza de la naturaleza, de las miradas, de las palabras amables, de los gestos de complicidad y solidaridad…
Como aboga un psicólogo, Martin Seligman, centramos por tanto también nuestra atención en las capacidades, en la resiliencia, en las fortalezas. Como afirmaba Skinner, otro psicólogo que pretendía centrarse en la conducta como único elemento objetivable, el aumento de las conductas o competencias adaptativas disminuye, sin forzar, las que son desadaptativas.
Ponemos atención al presente… con conciencia y sentido. El comportamiento más habitual y anteriormente mecánico puede convertirse sorprendentemente en intenso: limpiar, cocinar, caminar, respirar, mirar, escuchar, hablar, comer…
Centramos nuestra atención en la autenticidad, la alegría, la satisfacción, la alegría, la solidaridad, la libertad… Sólo desde aquí podremos realmente saborear la vida desde el presente.
¿Por qué ser conscientes? Para poder vivir, realmente, con plenitud.
Núria FARRIOLS HERNANDO
Psicóloga y profesora en la Universidad Ramon Llull
Barcelona, España
Publicado originalmente en RE catalán núm. 107