El Dalai Lama decía que, si enseñáramos a todos los niños del mundo a practicar la meditación, se acabarían las guerras en tan solo una generación. Seguramente, es una afirmación algo atrevida, pero sería maravilloso poder comprobarla.
Ante la evidencia aportada por las neurociencias sobre los beneficios de la práctica de la atención y la meditación, va creciendo el interés de los profesores y educadores por introducirla en varios niveles del proceso educativo. Cuidar la dimensión interior y espiritual de las personas es una necesidad básica y universal. Más allá de los nombres con los que pueda llamarse, la dimensión espiritual es la que genera nuestra búsqueda de sentido y lo que nos mueve para encontrarlo.
Aportar orientación, sentido y sensibilidad a esa investigación desde la infancia es primordial. Nuestra sociedad se ha centrado demasiado en distraer nuestra atención y llenarnos de necesidades creadas y muy poco necesarias. La tarea educativa por excelencia debería ser recuperar las herramientas para poder darle la vuelta y empezar a excavar de dentro hacia fuera. Esto, asusta e intimida, porque necesita del silencio y la desconexión en un mundo hiperconectado y en una cultura profundamente ruidosa.
Ayudar a niños y jóvenes a encontrarse consigo mismos a través de la práctica de la meditación, el silencio o la atención a la respiración, no solo aporta un aquietamiento del trasiego interior que genera nuestro día a día, también una apertura hacia el otro desde una mirada comprensiva y compasiva. En el proceso de descubrimiento del mundo, que se hace desde pequeño, poder andar acompañado de herramientas que te ayuden a construirte es un privilegio. Ahora bien, el adulto que acompaña debe ser consciente de su propio mundo interior y que haya experimentado anteriormente la riqueza que aporta un grado de conciencia profunda. Es difícil acompañar a nadie más allá desde donde nosotros hayamos llegado.
Crear espacios, desarrollar hábitos que vayan en esa dirección debería estar en el orden del día de los programas educativos de cualquier gobierno o institución. De hecho, tenemos ejemplos de buenas prácticas en escuelas en las que ya desde preescolar, dedican los primeros minutos de las clases a la relajación y la meditación. Se trata de ejercitar y cultivar un saber estar y eso necesita pautas y guías. Desde la educación en el ocio hace años que se trabaja también en esta dirección. Muchos esplais del MCECC integran en sus jornadas de ocio espacios de cierre del día, con una revisión personal que pase más por el corazón que por la cabeza; momentos de silencio, oración, contemplación de la naturaleza, etc.
Todo es cuestión de dedicar tiempo a lo que creamos esencial para el desarrollo integral de las personas. Poder ofrecer estos espacios a niños y jóvenes les ayudará a convertirse en personas más pacientes y abiertas. Hoy en día los casos de estrés y angustia en niños y niñas y adolescentes son altísimos. ¿Cómo podemos actuar ante esto sin recaer solo en la medicalización? Aportar orientación en la búsqueda de sentido vital también les ayudará a arraigar y forjarse en valores que les sostengan y acompañen a lo largo de su vida. Ayudar a que se encuentren a gusto consigo mismo, cultivar la capacidad de estar solo, en silencio y estar bien ayudaría a desmontar la célebre frase de Pascal que dice que «todas las desgracias del ser humano se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación».
Atrevámonos pues a rediseñar nuestras prioridades educativas. Desde una mirada cuidadosa que se acerque, pero que no intimide al otro, para abrirle camino hacia la interioridad. Podemos ser referentes también en el saber ser, más allá del saber hacer.
María MERCADER GARCÍA
Tècnica d’identitat i Pastoral de la Fundació Pere Tarrés
Malgrat de Mar (España)
Este artículo fue publicado originalmente en la revista Catalunya Religió el 28 de septiembre de 2022