Siempre he vivido en el mundo de la Música y el sonido y el silencio me han fascinado desde que tengo uso de razón. Desde este silencio, donde me he reconocido, hablaré de la mirada.
Soy consciente de que los seres humanos tenemos un espacio interior lleno de tesoros. La conciencia de este mundo interior me ha hecho protegerlo y así permitirme dejarlo aflorar para transmitir lo que sentía y siento. Aprendí a escuchar y no me costaba nada escucharme.
A los tres años me enseñaron a observar las caras para descubrir significados a través de los gestos y de la mirada. Observar pide mirar con atención, es una forma de contemplación.
Rodeada de la paz que me ofrecían tanto el silencio como la música, iba descubriendo los tesoros que podía compartir. No eran el resultado del aprendizaje, estaban dentro de mí: serenidad, amor, comprensión, solidaridad, bondad, generosidad, humildad, respeto, coraje, alegría, ternura, fuerza, tolerancia, cooperación, optimismo, felicidad, gratitud, entusiasmo, satisfacción… A veces, un susto me provocaba miedo, temor, rabia, tristeza, inquietud, duda o rebeldía. La insatisfacción de estas emociones me llevaba a dejarlas pasar, para volver a la calma.
Posiblemente la comunicación verbal y gestual han reducido el poder de la comunicación visual, pero siempre ha sido para indicarnos lo más valioso en la profundidad de la mirada. El dicho popular es acertado: «La mirada es el espejo del alma». Hay que comprobarlo y sorprenderse. La mirada del otro es nuestro espejo.
El uso de la mascarilla durante la pandemia de la Covid, con la que hemos tapado nuestra cara, nos ha obligado a dejar libres los ojos para comunicar de forma exclusiva nuestras emociones. La mirada ha sido nuestra identificación.
Me gusta la reacción de los niños por la calle cuando los miro y sin saber quién soy me sonríen, sin palabras. La madre mira a quien miran los ojos de su hijito, incluso girando la cabeza cuando ya ha pasado. Sentimos la totalidad del otro cuando lo miramos y nos dejamos mirar.
También pienso en la mirada del perro de mi vecino, entre muchos otros perros, que al mirarlos quieren venir conmigo y no sé la razón. Hay señales de identidad únicas e intransferibles: las huellas dactilares, la voz y la mirada.
Explicaré una curiosidad que me permite dar testimonio sobre estas señales únicas. Es la de Claudio, un amigo invidente que mira a través del tacto y de la voz. Sus ojos pequeños, expresivos e inquietos son grises claros y yo me puedo mirar, veo en ellos sus cualidades. Su sonrisa es diáfana y entusiasta. Yo admiro de él su mirada hacia la vida y cómo lucha por conseguir lo que quiere y sobre todo que se le trate sin lástima, como una persona adulta. Él me mira con mirada penetrante y me hace sentir cercana y comprendida. Reímos y hacemos broma del momento presente que deja de serlo al instante. Me enseña a no vivir en la oscuridad. La oscuridad debe servirnos de guía y no ir a tientas, vivir la vida plena, en cada instante. Hablando, deduzco que analicemos demasiado, que hay que mirar sin ver, atentos. Él lo hace escuchando y tocando las superficies. No quedarse atrapado para ir más allá y disfrutar la plenitud.
Mirar con amor nos cambia la percepción. Se puede aprender, ya que tenemos el amor dentro y hay que dejar que flote. La fealdad más desgarradora la podemos convertir en belleza si la miramos con humanidad.
Herminia CARBÓ REÑÉ
Pedagoga Musical
España
Publicado originalmente en revista RE catalán núm. 112