Mirar con ojos de amor

Mirar con ojos de amor

Cuántas veces nos habremos quedado embelesados contemplando la mirada y el rostro de un niño, cuando todavía están libres de toda adversidad y mezquindad mundana. Muestran un afán especial para la exploración, la indagación, la curiosidad… acompañado de una actitud ávida para la observación. Supongo que a algunos no nos es extraña esa imagen del niño que durante ratos muy largos se entretiene observando las interminables hileras de hormigas transportando comida hacia el hormiguero, o recorriendo los pasos de una lagartija o mirando un cielo estrellado intentando contar todos los puntitos de luz que ve en él. Todo lo que les rodea les resulta estimulante y rico porque su interior está lleno de inocencia, bondad y deseo de conocimiento.

Y cuántas veces se nos habrá ensanchado el corazón contemplando la compenetración de miradas entre un bebé y su madre o padre, como si ambos pudieran entrar a través de los ojos en lo más profundo del otro. Una profundidad que derrama ternura, cariño, protección, confianza, cuidado, amor.

Pero qué rápido se adormece en la conciencia del hombre esta sabia disposición inicial para el aprendizaje y la profundización desde la mirada.

«Hacer pedagogía de la mirada significa ser capaz de descubrir ‘el alma’
de las cosas y las personas, penetrar en lo profundo de la realidad.»
Fotografía: Cindy Parks en Pixabay

Madres y padres, educadoras y maestros se quejan a menudo de que los niños se cansan en seguida de todo, que necesitan cambiar continuamente de actividad, que cada vez cuesta  más despertarles el interés por algo. Y los padres a menudo distraídos y dispersos, entre pantallas y multiplicidad de tareas y preocupaciones, olvidan mirar atentamente los reclamos de sus niños. Y es que, a nuestra mirada, probablemente le hace falta una dieta significativa porque ha quedado demasiado atrapada por la sobresaturación de estímulos, información, actividades, etc., de manera que vamos recibiendo y colocando en nuestro cerebro de forma indiscriminada y sin posibilidad de poder profundizar suficientemente, una serie de imágenes, contenidos, situaciones, experiencias, hechos… que generan al mismo tiempo un afán constante de más novedad. O, lo más preocupante, vamos acostumbrando nuestra mirada a la prisa y el cambio continuado de escenario, no sea caso que caigamos en el aburrimiento, y a las situaciones de injusticia, violencia o crueldad que acabamos normalizando y banalizando.

Nos hace falta pues hacer pedagogía de la mirada, aprender a detenernos ante la realidad que nos rodea para abrazarla con la misma profundidad que hacen los bebés con sus progenitores. Como si el tiempo quedara parado por la plenitud de la felicidad, como si toda avidez quedara satisfecha por el amor y la ternura, como si toda vulnerabilidad y fragilidad quedara protegida por el calor del cuidado y la atención. Porque, ¿hay algo mejor que la mirada de un bebé para darnos cuenta de la ternura, la bondad y el infinito amor del que somos portadores y estamos llamados a ofrecer y expandir? Hacer pedagogía de la mirada significa ser capaz de descubrir ‘el alma’ de las cosas y las personas, penetrar en lo profundo de la realidad. Mirar nuestro interior para darnos cuenta de la luz que ya somos. Aprender a discernir y discriminar qué es importante y nuclear y qué secundario, circunstancial o superficial; implica ofrecer elementos y criterios para la interiorización, un espacio de quietud y calma, un entorno sobrio, un determinado grado de silencio, educación de los sentidos…

Porque, ¿dónde está lo profundo y lo esencial de la vida? ¿En la inmensidad del océano? ¿En el infinito del firmamento? ¿En el misterio de cada albada? ¿En la concepción de cada ser? Quizá… Pero la profundidad de la vida está adentro nuestro y afuera, cuando nuestro dentro transforma nuestra mirada y lo hace todo bello y digno.

Hace un par de años conocí a Daniela, una mujer transexual de mediana edad que ejercía prostitución, esquizofrénica y drogadicta, que vivía en la calle y que se encontraba en situación irregular a pesar de llevar más de diez años en el país.

En aquel momento su situación era compleja y de mucho deterioro, pero comenzó un proceso de recuperación, con el apoyo de diferentes entidades. Un día mientras desayunábamos juntas me comentaba que sentía que había vuelto a nacer a los cuarenta años. Consiguió su primer contrato en el mercado laboral ordinario, y estaba realmente feliz y agradecida. La cuestión es que en un momento de la conversación le pregunté qué le había permitido salir del pozo donde estaba, qué le había vuelto a conectar con la vida, dada la dinámica de autodestrucción que había estado llevando. Y su respuesta no fue el hecho de haber obtenido un trabajo, recibido ayuda en su regularización o haber conseguido un recurso residencial. La respuesta me perforó el alma. Me dijo: «Lo que a mí me salvó fue una mirada. Fue la mirada de una madre. Yo sentí por primera vez en mi vida que alguien me miraba con amor. Con ese amor incondicional que no te juzga y te acepta tal y como eres. Llevo esta mirada clavada en mi corazón». Ojalá aprendiéramos a mirar a los demás y a mirar la vida con los ojos de ese amor infinito que todos llevamos dentro desde los orígenes de nuestra existencia.

Mar GALCERAN
Pedagoga
España
Publicado originalmente en revista RE catalán núm. 112

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