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Cultivar amistad, optimizar relaciones

Hay cosas de las que podemos prescindir con mayor facilidad que otras; y aun estas son diferentes para cada persona según su carácter e idiosincrasia. Pero hay cosas de las que, directamente, no podemos prescindir. Podemos, por ejemplo, vivir sin hermanos, pero no parece que podamos hacerlo sin amigos. Este es el centro de este editorial.

Nos atrevemos a afirmar que, seguramente, lo más urgente que nuestras sociedades deberían de vivir hoy es la amistad. Y eso, porque es un punto de apoyo firme sobre el que pueden pivotar con éxito los distintos aspectos de la vida en sociedad. Visto desde esta perspectiva, la amistad sería algo así como el denominador común de todas las relaciones humanas.

Siguiendo con el símil matemático, el numerador de los quebrados que supone cada relación sería diferente. En dicho numerador se encontrarían los distintos vínculos familiares —parejas, padres-hijos, padres-abuelos, nietos-abuelos, hermanos, etc.—, así como los compañeros de estudios, los colegas de trabajo, los vecinos, y así todo el elenco que se nos ocurriera elaborar. Por supuesto que también habría un numerador en el que constaran los amigos. Y para completar el quebrado, el denominador que aplicaríamos a todos estos numeradores sería el de la amistad. El producto resultante de cada quebrado sería, pues, diferente, dado que dependería tanto del numerador —repitámoslo una vez más, diferente en cada caso— como del denominador —el mismo, la amistad, para todos—. Pero es este denominador común el que mejor haría fructificar al numerador correspondiente en lo que le sea más propio; es decir, el denominador «optimizaría» al numerador. De ahí que en el título conste este verbo, optimizar, inusual en el mapa conceptual de la amistad, y que la Real Academia de la Lengua define como «buscar la mejor manera de realizar una actividad». Y es que la amistad es el catalizador que respeta y alienta cada tipo de vínculo para que sea lo mejor posible en lo que le sea más propio: mejores parientes, mejores compañeros de estudio o trabajo, mejores conciudadanos…

Pero lo cierto es que, en ocasiones, hay quien anda bastante confundido con el manejo de la amistad. ¿Recuerdan el título de aquella galardonada película, basada en una novela francesa del siglo XVIII, «Las amistades peligrosas»? Lo maquiavélico del manipulador comportamiento de sus protagonistas es un magnífico ejemplo de cuánto de necesario es limpiar de comprensiones y actos impropios la amistad. ¿Cuántas alianzas de poder no se encuentran en la base de aparentes relaciones de amistad entre personas influyentes de nuestro mundo? No podemos ser ambiguos al respecto. Tales vínculos no son realmente de amistad, puesto que son perversos intereses en vez de gratuidad y afecto lo que los motiva. De hecho, y aunque sea como curiosidad, ciertos críticos advierten que la dicha película traduce mal al castellano su título original, y que mucho mejor sería llamarla «Las relaciones peligrosas». Pero la cosa es que debe resultar atractivo este flirteo con la expresión, puesto que se repite en grupos musicales, en series televisivas y, no digamos, en artículos periodísticos que recurren a ella para referirse a ciertas relaciones. Repitámoslo para zanjar el comentario: una relación que se desarrolla en claro perjuicio de terceras personas, usando las herramientas de la manipulación, el chantaje, los juegos de poder, etc., no puede denominarse amistad. Flaco favor nos hacemos si contribuimos a divulgar erróneas asociaciones de conceptos en lugar de optar por la claridad.

Dicho lo cual, y sabiendo que eso supone ir a contracorriente de la banalización de conceptos importantes que a veces nos invade, afirmamos que lo de ser amigos es clave para una vida verdaderamente humana. Es precisa cierta osadía para llamar a las personas a la amistad, ya que implica abrirse a una relación entre iguales basada en el juego limpio; en la que aciertos y errores afectarán a todos los implicados; que demanda tanta generosidad como bienes reporta; y que nos hace más vulnerables, sí, pero también más fuertes por abrir y compartir nuestra persona y sentimientos con transparencia a otros. Conviene invitarnos a la amistad porque ello potencia la libertad, la inteligencia, la capacidad de amar de las personas. La amistad, si es verdadera, promueve el crecimiento global de la persona.

¡Urge tener amigos! ¡Urge ser amigos! ¡Verlos —vernos—! ¡Tener tiempo de serlo! No es cierta la máxima común divulgada: «dicen que la distancia causa el olvido…». Pues no, la distancia no tiene por qué causar el olvido; modifica los códigos de comunicación, eso sí, pero no provoca la muerte del afecto. Sin embargo, claro que los amigos tienen deseos de verse, de compartir tiempos y espacios, sentimientos y experiencias, de charlar y de callar juntos, de sonreírse y de abrazarse, de dolerse y de celebrar… Claro que hay que cultivar la amistad, cada relación, para que, como decíamos al comienzo, dé lo mejor de sí, que es también lo mejor de nosotros.

Qué importante es, pues, rescatar la amistad. Rescatarla de la confusión con otro tipo de relaciones, de relegarla a solo un pequeño ámbito de nuestra vida, de no cuidarla, de no hacerla crecer. No es que la amistad adorne la vida; es que la hace vibrar con el máximo de matices posibles.

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