Tocamos de nuevo el tema de la escucha porque es realmente clave en las relaciones humanas. Parece una cosa sencilla, pero… ¡qué difícil es encontrar personas realmente «escuchatanas» (versus «charlatanas»).
En el diálogo, cuando alguien desea compartir algo importante, solemos caer una y otra vez en frases rutinarias y respuestas estandarizadas que rompen el puente, aplanan el deseo de compartir algo que con frecuencia tiene mucho de impreciso en el interior de la persona.
La escucha es muchas veces una especie de «ayuda al parto» de algo que está dentro de la persona que intenta expresarlo, pero no siempre lo tiene bien definido, no encuentra las palabras que le hagan justicia a un sufrimiento, a una vivencia, a un deseo, a una desilusión. Quien escucha bien, ha de tener mucha sensibilidad para acoger con la mirada y el silencio, los intentos de la persona que se esfuerza en expresar algo difícil de formular.
Traigo aquí algunas de esas rutinas erróneas que solemos introducir en la conversación que pretende ser «de escucha» y que suelen producir el efecto contrario al deseado: la persona que quería ser escuchada se calla, o cae a su vez en frases rutinarias que parecen satisfacer al supuesto escuchador.
- Responder contando mi propio caso o un caso similar. Ante las primeras frases de quien expresa algo, rápidamente saltamos expresando nuestra propia experiencia, ilustrando cómo resolvimos una situación que nos parece similar, o evocando algún caso próximo que nos parece encajar bien en la narración de la persona. ¡Qué gran error! Quien está intentando decir algo que para ella o para él es una situación única, personal, irrepetible, no gana nada porque le digan que es un caso frecuente y no tiene nada de original. El abc de la escucha es dejar que la persona se explique, se explaye poniendo palabras a una vivencia interior. Es justamente eso lo que le ayuda. Cualquier respuesta que desvíe el foco hacia el escuchador o hacia un tercero, impide este vital proceso interior que realmente puede marcar la diferencia.
- Evaluar la situación desde nuestra jerarquía de valores. Precipitarse a dar una calificación ética o práctica a lo que nos están contando, es un error muy frecuente en las conversaciones de confianza. Pero esa valoración -sea positiva o negativa- provocará casi de inmediato la justificación y la defensa de sus acciones, o directamente el silencio, cuando no el maquillaje de la narración para lograr un «aprobado». Es clave acallar nuestro hábito de enjuiciar las cosas. Claro que uno tiene una opinión, pero no ayuda nada el expresarla si no se nos pide explícitamente. Hay que dejar que sea la propia persona quien valore por ella misma lo que está en juego.
- Intercalar frases hechas y rutinarias. Los refranes y las frases prefabricadas son frecuentes en nuestras conversaciones: «tenía que pasar, estaba escrito», o «todo será para bien», o «ánimo, échale ganas». Nada de esto ayudará a una persona que debe lidiar con sus propios claroscuros, con sus límites, con su incoherencia. Es mucho mejor plantear preguntas adecuadas para que la persona pueda formular de varias maneras diferentes lo que está viviendo, pues eso le ayudará mucho más que nuestras frases genéricas. Por ejemplo: «¿Y cómo te sientes con esa decisión?», o bien «¿Te había pasado algo similar en otras ocasiones?» o «¿Qué cosas te han dado resultado en momentos similares?».
- Interrumpir para hablar de otra cosa. Incluso aunque uno diga que es «entre paréntesis», una cuña sobre otro tema en el contexto de una conversación importante, esterilizará la vivencia de acogida que se pudiera haber establecido. Es muy difícil luego retomar el hilo, recrear el clima -tantas veces frágil y volátil- de confianza, que permita a la persona expresarse. En este sentido también interrumpen y dañan la conversación los quehaceres simultáneos (ver el móvil, mover platos o tazas, ofrecer café…). Todo lo que haga poner en duda la «atención plena» por parte de quien escucha, deteriora ese vehículo invisible de la conversación significativa, que es la acogida incondicional.
Los gestos, la mirada, la quietud de quien escucha, pueden ser enormemente elocuentes y expresar el auténtico interés que se tiene en comprender al otro, en dejar que se explique, en ayudarle a reacomodar las piezas mal situadas en su propio interior.
El silencio es el recurso por excelencia, de la escucha auténtica. Un silencio acogedor, un silencio que recibe, que no juzga, que anima a continuar, que expresa sin decirlo ese «cuéntame» que permite a la otra persona ser protagonista de su propia narración y encontrarle su sentido, a veces muy evidente para quien escucha, pero que debe emerger en el corazón del narrador.
Entrenémonos en el arte de escuchar, pues ya con ese solo gesto, podemos ayudar mucho a personas que, de otro modo, se sentirían profundamente solas.
Y todos tenemos necesidad, en algún momento de nuestra vida, de un corazón sabio que, sin juzgarnos ni darnos recetas, simplemente nos regale tiempo de escucha.
Leticia SOBERÓN MAINERO
Psicóloga y doctora en comunicación
Madrid, febrero 2024