Algunos autores están empezando a utilizar un nuevo concepto que define nuestro mundo actual. Dicen que estamos pasando del conocido concepto de la complejidad al de la perplejidad. La complejidad nos aporta la idea de que las cosas son difíciles de resolver, pero finalmente tienen una solución. La perplejidad es un estado de ánimo que implica confusión, dudas sobre lo que se debe hacer o cómo actuar, sensación de que las cosas son irresolubles, lo que conlleva actitudes de indecisión y de vacilación ante la toma de decisiones. Este nuevo entorno, hace que las personas vivan más inseguras y se comporten con más agresividad, a la vez que intentan protegerse; generando, en definitiva, un mayor grado de conflictividad en las relaciones.
Como si fueran cuatro puntos cardinales, existen cuatro factores que alimentan esta sensación de perplejidad.
Los nuevos escenarios geopolíticos, como la actual visión unilateralista de EEUU, que abren paso a la emergencia de potencias como Rusia y China que buscan influir política y económicamente en el resto del mundo. Otras potencias regionales locales que, ante la inacción internacional, buscan acrecentar su poder e influencia aumentando la inestabilidad global. Las profundas discrepancias que están surgiendo en el proyecto de integración europea que tanto éxito ha tenido durante décadas y que están generando una fuerte desafección en algunos países sobre, lo que se llama en Europa, el proyecto común.
La desafección de los ciudadanos hacia la política. Estos cambios geopolíticos tan sustanciales, junto con la aparición de líderes denominados “populistas” centrados en defender visiones proteccionistas de país, no hacen más que acrecentar lo que podríamos denominar “un autoritarismo de estado” que empuja a los ciudadanos hacia una falta de interés y confianza en la vida y las instituciones políticas y consecuentemente en el sistema democrático liberal.
El desplazamiento de la economía global hacia los grandes países emergentes. Como mar de fondo, no debemos perder de vista que hace 25 años el poder de compra de las economías desarrolladas era de un 60% del Producto Interior Bruto (PIB) global respecto a un 40% que representaba la de los países emergentes. Actualmente estos porcentajes se han invertido. Esto se confirma por las previsiones de que hacia el año 2030 China adelantará a EEUU como la mayor economía global y la India lo hará en el año 2050. Lo que significaría volver a acercarnos a cifras similares a las de la primera revolución industrial. Este panorama, junto con la dificultad para superar una crisis económica profunda, afecta a la psicología colectiva, creando una sensación de decadencia y de cierto pesimismo que afecta en mayor o menor medida a la ciudadanía.
El desequilibrio económico creciente. El desarrollo de la globalización hizo pensar que generaría un aumento del comercio internacional y que esta interrelación entre países favorecería el crecimiento global y provocaría una mayor estabilidad y desarrollo de los sistemas políticos democráticos. La realidad es que el resultado de dos décadas de globalización, han generado un aumento de la riqueza de los ciudadanos más ricos de en los países desarrollados y emergentes, y en las clases medias de India y China. Sin embargo, los perdedores han sido los más pobres y las clases medias y bajas de los países desarrollados. Todo ello ha potenciado un aumento de las tendencias defensivas, nacionalistas y proteccionistas.
Paralelamente a estos cuatro factores, y como si de un río de agua subterránea fresca y cristalina se tratara, se encuentra la oportunidad que nos brinda el cambio tecnológico. La actual revolución tecnológica, podría generar cambios tan importantes en nuestra economía, sociedad y vida diaria, cambios de gran magnitud y superiores en velocidad a los que se vivieron en la primera revolución industrial. En esta, los cambios permitieron que la máquina de vapor sustituyese el esfuerzo físico que realizaban las personas o los animales. Mientras que la actual revolución, se apoya en las tecnologías digitales que permiten superar las capacidades intelectuales humanas. El rápido avance de la inteligencia artificial, la robótica o la biotecnología provocará cambios sociales, éticos, culturales e incluso de carácter ontológico que afectaran profundamente al individuo y a su manera de concebir el mundo tal como lo entendemos actualmente.
Es por todo ello que actualmente el individuo se puede encontrar atrapado en una burbuja de perplejidad, donde el acto de la toma de decisiones se perciba inalcanzable. No nos encontramos frente a un problema complejo a resolver, sino que esta situación nos obliga a hacer uso del derecho y del deber que tenemos de pensar. Un derecho que debe ser respetuoso con la dignidad y los derechos de los demás y un deber acorde con el nivel de responsabilidad que debemos asumir como ciudadanos del mundo.
Sin embargo, pensar requiere encontrar los espacios de reflexión necesarios para construir una opinión propia y, en muchos casos, por imposibilidad o por desgana, renunciamos a pensar y cedemos parte de nuestra individualidad en favor de un pensamiento colectivo que va acuñando una opinión generalizada. Opinión, por su parte, que acaba siendo una especie de media aritmética que complace a la mayoría de la población.
El resultado de nuestra reflexión, probablemente no lo encontraremos en la eficiencia de nuestras decisiones, sino en ser conscientes de nuestra capacidad para observar e interrelacionar el enjambre de opiniones e informaciones tan dispares que pueden existir en relación con temas tan diversos y acuciantes como son la paz, la diversidad, la desigualdad y la sostenibilidad.
En definitiva, la clave estará en la habilidad que tengamos cada uno de nosotros para visionar los cambios que nos traerá el actual proceso de transformación que estamos viviendo y en la capacidad para afrontarlo de forma que podamos generar una opinión individual, cercana en algunos casos a la opinión colectiva, pero con una identidad propia. Sólo la suma del pensamiento individual de muchos ciudadanos tendrá la fuerza necesaria para aflorar la creatividad, y de esta forma atisbar nuevos caminos que nos permitan repensar el mundo que hasta ahora conocíamos.
David MARTÍNEZ GARCÍA
Economista
Barcelona (España)
Septiembre de 2018