Uno de los cambios que el mundo está viviendo, remolcado por la aceleración tecnológica, es la difusión de una cultura que podríamos llamar “wikileaks” (información filtrada), habituada a saber todo al instante, que reclama una total transparencia informativa por parte de todos los estamentos de poder. La tecnología digital con sus cámaras omnipresentes, su conectividad universal y sus redes sociales como caja de resonancia, han puesto en crisis los antiguos hábitos opacos del poder, que habían mantenido durante siglos, y en todos los ámbitos, una práctica de camarillas, de tratos bajo cuerda, de alianzas y rupturas no publicadas. Los partidos políticos, los gobiernos, los jueces, las autoridades académicas, pero también artistas de cine y empresariado, e incluso cualquier ciudadano de a pie, ven sus datos privados y fotos íntimas circular por las redes junto con comentarios y juicios de valor que van en todas direcciones. Ha desaparecido la frontera entre público y privado.
Y es que la popularización de la “cultura wikileaks” exige -abusivamente- que toda información sea pública; que todo paso de negociación sea expuesto a la mirada general. Propugna que todas las decisiones que afectan a la ciudadanía sean conocidas y publicadas en tiempo real, como medio preventivo para controlar a los poderes públicos y evitar actos corruptos. En otras palabras, piensa eliminar los ámbitos privados de información como medio para impedir los abusos del poder. De aquí que estén saliendo a la luz innumerables tramas de corrupción que, con toda probabilidad, eran práctica común hasta que llegó la cultura digital y la transparencia. Hoy todo se sabe; todo está conectado. No creo que seamos peores que generaciones anteriores; simplemente hoy se saben más cosas, aunque eso no suponga estar realmente informados: cada medio tiene su sesgo, dice algunas cosas y omite otras; se multiplican los rumores.
La Iglesia y su jerarquía no son la excepción. Este cambio cultural afecta, y mucho, a la vida de los creyentes. Los vergonzosos casos que hasta hace pocos lustros hubieran quedado tapados y olvidados, emergen al dominio público y se convierten en virales en pocos segundos. El Papa, los obispos, sacerdotes y todos los fieles, se ven empujados a cambiar sus hábitos y procedimientos, a dar explicaciones y vivir en una “casa de cristal” donde no haya rincones oscuros. La carta del ex Nuncio Viganò es un caso paradigmático de esta cultura y surge desde dentro de la propia Iglesia, aunque en este caso pueda responder además a otros intereses y grupos de poder.
No hay que tener miedo a conocer las realidades eclesiales como son, incluso con su pus y sus lágrimas; es muy necesario que se aireen para que hagamos examen de conciencia, para desinfectarlas y sanar heridas. Pero es necesario ir más allá de la anécdota para ver el proceso de uso, comprensión y difusión de la información en la sociedad de la transparencia. Junto a las ventajas de una ciudadanía -y una Iglesia- mucho más vigilantes y atentas hacia las personas que detentan el poder, existen varios riesgos ante los que debemos precavernos.
- Es frecuente en la ciudadanía una vivencia ilusoria de “conocimiento” sobre los asuntos publicados, como si bastase leer unos cuantos memorandos en algún periódico o blog para entender una situación compleja. La publicación sin ton ni son de documentos reservados es como el agua cuando se rompe una tubería en casa: te la inunda y no sirve para nada. Es necesario aceptar que entendemos muy poco de lo que leemos, primero por los sesgos del medio mismo; y además porque nos faltan el contexto, los datos complementarios, muchas claves de lectura y una perspectiva general.
- De ahí que, si bien es necesario un control y verificación ciudadana sobre las decisiones del poder, no es factible ni deseable que todo sea público en todos los momentos del proceso. La antropología de la comunicación reconoce ámbitos más estrechos de intimidad, niveles de confianza, atrios de cercanía que marcan distintos modos de comunicar. No pueden borrarse esas fronteras sin graves consecuencias, ni siquiera en nombre de evitar abusos. Hay conversaciones que todo el mundo sabe que se tienen, pero como las raíces de un árbol, no es necesario exponerlas porque el árbol muere. O las vísceras de toda persona: se tienen y funcionan, pero no se exponen. No todo lo privado es peligroso, no todo lo confidencial es perverso. Ni en las vidas personales ni en lo social.
- Por eso es necesario, tras la indispensable purificación, renovar el voto de confianza que tenemos en los encargados de coordinar y dirigir. Sin esa confianza se desmorona la estructura de la sociedad, cuanto más de la Iglesia. Probablemente lo más grave de la carta de Viganò sea su intención de demoler la confianza en el Papa, incluso a pesar de las evidencias: Francisco está actuando fuertemente contra ese clima de ocultamiento que ha permitido tantos desmanes. El Papa está buscando las raíces del problema y nos llama a todos a la conversión.
- Así que todos debemos ser más corresponsables. No contentarnos con ser espectadores pseudoinformados que espetan juicios de valor y recetas fáciles sobre lo que deberían de hacer los demás, resguardándonos tras el escudo de nuestra pasividad. Ser más críticos al leer las informaciones, buscar las fuentes originales. El propio Papa nos llama a ser mucho más activos, participativos, y cambiar junto con toda la Iglesia convirtiéndonos al respeto, la sinceridad, la santidad. ¡Todos!
En síntesis: sociedad de la transparencia sí, incluso en la Iglesia, pero con los límites de la condición humana: el respeto a los ámbitos de intimidad propios de una vida personal y social sanas, y más espíritu crítico ante lo publicado, una comunicación abierta y participativa que no caiga en la hipervigilancia de un Gran Hermano colectivo en donde reine la desconfianza.
Leticia SOBERÓN
Psicóloga y Doctora en Comunicación
Madrid
Septiembre 2018