No basta con dejar las armas; hay que saber apearse de los presupuestos culturales
Durante muchas semanas nos hemos desayunado una y otra vez con la noticia de la exigencia a Irak de eliminar las armas de destrucción masiva que pueda tener, como condición sine qua non para evitar una acción bélica capitaneada por el presidente de los Estados Unidos de América, y así mantener la paz en la zona. Pero no es ésta la única condición necesaria para ello.

Para lograr de verdad la paz, hay un requisito previo y necesario, lo que algunos han denominado «desarme cultural». La paz no requiere exclusivamente un desarme armamentístico, sino también un desarme cultural. Un desarme en el cual se sepa aparcar –sin que ello suponga abandonar– las filosofías y teologías propias. Éstas dan lugar a cosmovisiones humanas incompatibles, desde donde se justifican y sostienen sistemas políticos y sociales, y praxis comerciales y económicas. Además, conllevan el peligro de convertirse en ideologías que quieren imponerse a la fuerza sobre las demás culturas, con el fin de llegar a alcanzar la verdad. Pero la verdad no puede imponerse sino que debe ser asumida libremente.
No hay que ser ingenuos, el desarme hace vulnerable a la persona. Pero es una condición indispensable para poder establecer un diálogo pacificador entre las distintas culturas, en igualdad de condiciones, sobre todo cuando se está en una posición dominante. Un diálogo es imposible de realizar si no se da en condiciones de igualdad, en las que el otro se siente reconocido por mí como interlocutor válido y viceversa. Es desde ahí, desde donde se puede intentar caminar juntos para descubrir:
– compartimos; es más, que ésta no existe al margen de un mutuo compartir,
– que nuestra visión cultural es siempre limitada y contingente,
– que nuestras perspectivas culturales, al ser siempre diferentes, nos deben hacer entrar en las del otro para tener una perspectiva más amplia de la realidad que, aún así, no alcanzamos a comprender en su totalidad,
– y que nuestra participación es siempre parcial, y la realidad es mucho más que la suma de las partes.
La razón dialéctica da vencedores y vencidos, mientras que el diálogo verdadero humaniza, engrandece y libera a la persona. Por eso, desparapetarse de la cultura propia es una tarea intrépida de corresponsabilidad que, a todas luces, parece merecer la pena.
Diego LÓPEZ-LUJÁN
Madrid
Publicado en RE 55